Un jefe como los de antes

 


Por las mañanas, llegaba siempre cuando pasaban cinco minutos justos de la hora en la que empezaba la jornada laboral. Era como si, en el trayecto hacia su despacho, quisiera hacer una lista mental de los empleados que no estuvieran ya en sus puestos.

Sus siempre brillantes mocasines Sebago resonaban acompasados y se oían hasta en el último rincón de la oficina. Tenían un efecto inmediato: se disolvían los corrillos y se hacía el silencio más absoluto. Solo se oían las conversaciones de los que atendían alguna llamada de trabajo cuyo volumen, en cualquier caso, se reducía en varios decibelios. El efecto no era muy diferente cuando se dirigía a buscar el café que solía tomar a media mañana.

A decir verdad, a pesar del temor que sembraba con una sola mirada, nunca se le había oído pronunciar una palabra más alta que la otra. Por el contrario, se decía que sus peores broncas eran cuando su tono de voz era más bajo.

Ese día yo había tenido que llevar al pediatra a mi hijo de cuatro años, que había amanecido con fiebre, por lo que cuando llegué a la oficina había superado con creces los cinco minutos de margen que nuestro director parecía estar dispuesto a concedernos. Lo hice tan en silencio como pude. Saludé a mis compañeros con un movimiento de cabeza, encendí el ordenador y recé para que la puerta de su despacho permaneciera cerrada.

Ya casi me sentía a salvo, cuando le vi asomar su cabeza de abundante pelo rizado y gris. Maldije en voz baja, pero fui demasiado lenta en desviar la vista. Me miró por encima de sus gafas de concha, me señaló con el dedo índice y, con un claro movimiento de mano, me pidió que fuera a su despacho. No tuve más remedio que obedecer.

Con resignación crucé los escasos pasos que llevaban a mi destino.

Él permanecía de pie al lado de la puerta, con sus sempiternos jeans, su camiseta blanca y su americana azul, al más puro estilo Miami Vice, sin importarle que esos tiempos fueran ya caducos. Después de cerrar la puerta tras de sí, me ordenó tuteándome aunque todos los demás tuviéramos que tratarle con un formal “usted”:

—Siéntate. ¿Me puedes decir qué cosa tan importante te ha hecho llegar tan tarde hoy?

Me tomé mi tiempo para responder mientras daba una ojeada rápida a las cosas que había sobre el escritorio. A diferencia de otros jefes, no tenía ninguna foto ni de esposa ni de hijos, como si quisiera dejar bien claro la separación que debía existir entre el trabajo y la familia. O, ¿es que no se sentía muy apegado a ella?

Ante mi mutismo, insistió:

—Vamos, señora, que no tengo todo el día. Hay demasiado trabajo pendiente y poco tiempo para hacerlo.

Sus palabras iban acompañadas de una mirada que parecía querer entrar en mis más íntimos pensamientos. Pero conmigo no lo iba a tener tan fácil. Yo era de las pocas personas capaces de resistir sus ojos grises. La verdad es que conservaba buena parte del atractivo que debió haber tenido. Sufrí un ataque de ternura. Dudé entre abrazarle, como lo haría con mi peluche favorito, o dejarlo con la palabra en la boca. Al final exploté.

—¡Basta ya, papá! Deja de hacer teatro. Sabías de sobras que hoy tenía que llevar a Pablo al pediatra.


Imagen de mhouge en Pixabay

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