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Mostrando entradas de noviembre, 2020

Visita inesperada

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  Llamaron al timbre de la puerta principal y Celia bajó a toda prisa la escalera de mármol que daba a la entrada, esperando llegar antes de que el visitante volviera a llamar y la señora encontrara un nuevo motivo para reñirle. Desde que había enviudado -creía Celia- el carácter de la señora de Núñez-Marañón se había agriado. Celia sabía que su señora nunca había sentido simpatía por ella pero el reciente fallecimiento de su esposo había empeorado las cosas. Ahora tenía que tener sumo cuidado o cualquier pequeño descuido tenía consecuencias desagradables para ella. En contra de lo que esperaba Celia, el señor que había en la entrada no preguntaba por su señora si no por ella, Celia Pérez. Abrió los ojos desmesuradamente preguntándose qué podría querer de ella un caballero elegantemente vestido con traje de raya diplomática gris, sombrero y un bastón de empuñadura dorada. Tras vacilar unos instantes, lo hizo pasar a la sala que había al lado del hall de entrada. A la espera de que

El veredicto

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  La noticia corrió como la pólvora en el barrio donde vivía mi amigo A lexey . Se decía que había sido condenado por deserción y yo, que lo conocía bien , no me lo podía creer. Él siempre decía que se había unido al Ejército Rojo para d efender el "pan, trabajo y libertad" que p rometía Lenin . No, no tenía sentido que hubiera huido. Durante su infancia, A lexey se había tenido que enfrentar a situaciones que lo habían marcado para siempre . Sin ir más lejos , c on apenas ocho año s, había visto morir a su padre de un disparo en la cabeza . Participaban en una manifestación pacífica en la que obreros y campesinos se había n congregado ante el Palacio de Invierno para presentar sus reivindicaciones ante el zar. N o sé muy bien cóm o empezó todo, pero dicen que se d esencadenó un tumulto y la Guardia Imperial c omenzó a disparar contra la multitud. Ese día m urieron más de dos mil personas, entre ellos e l padre de Alexey . Todavía hoy, l os ojos de

Le puede pasar a cualquiera

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  Era una tarde de domingo como cualquier otra de no ser porque los congregados, en lugar de estar en su casa viendo la película de la tarde arropados por una manta, estaban en un lugar mucho más falto de calidez. Unas horas antes no se lo habrían podido imaginar. Sin embargo, un infarto de miocardio fulminante lo había hecho posible y, ahora, estaban allí, procedentes de diferentes lugares. Eran los familiares y amigos de Emiliano Ramírez que, ataviado con traje oscuro y rejuvenecido por los tratamientos de tanatopraxia, los contemplaba desde la vitrina de la sala de velorio. Se habían formado varios corrillos que intercambiaban las manidas frases que se utilizan en estas circunstancia: "era tan joven, quién lo iba a decir", "la familia está destrozada", "a pesar de su mal genio, era muy buena persona" o "vaya vacío que nos ha dejado". Estaban tan entretenidos en sus conversaciones, que no se percataron de la entrada de Jacinto que, cons

Locura de amor

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Se llamaba María Luisa y d ecían que había enloquecido por una pena de amor. Todo el mundo hablaba de ella. T endría poco más de veinte años y c aminaba con la mirada perdida en el vacío . Si alguien le dirigía la palabra aceleraba el paso aunque , a menos de que se tratara de un forastero , pocos lo hacían ya, acostumbrados a su eterno mutismo. Su extrema da delgadez y las pronunciadas ojeras de su rostro le daban un aire fantasmagórico. S u aspecto me impactó profundamente. Era demasiado joven para parecer tan desgraciada. Según se decía, hacía un par de años, había conocido a un extranjero muy atractivo . D e nombre Ferdinand, a lto, rubio, de complexión atlética y con mucha labia , le juró amor eterno c omo en una novela romántica, . A pesar de la diferencia de edad, bien podría haber sido su padre, ella s e enamoró perdidamente de él . Ferdinand, s e convirtió en el centro de su vida. Atrás quedaron sus estudios, sus amigos e incluso su familia. Alquilaron un pequeño

Una mirada y una sonrisa

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No necesitaba alzar la voz. Tampoco necesitaba muchas palabras. Con una mirada suya todos sabíamos lo que teníamos que hacer o..., dejar de hacer. Así era él. Con apenas veinticinco años, había tenido que lidiar con los quinientos obreros de una planta textil; así es que sus hijos éramos pan comido. Nunca, o casi nunca, llegaba a casa antes de las nueve de la noche y lo hacía con el gesto cansado de alguien que carga sobre sus hombros las preocupaciones y problemas del día a día. Y no eran pocos porque compaginaba su trabajo de Director con la gestión de su propia empresa. Las horas del día se le hacían insuficientes. Una vez en el hogar, lo que ansiaba era llegar a un remanso de paz lo que, con siete hijos, era algo complicado. Por eso, mi madre se daba prisa en acostar a los más pequeños y lo tenía todo a punto para la cena con los mayores. Todos teníamos que arrimar el hombro en mayor o menor medida y, cuando alguno se hacía el despistado, de nuevo una mirada nos hacía reaccionar. S