Una mirada y una sonrisa
No necesitaba alzar la voz. Tampoco necesitaba muchas palabras. Con una mirada suya todos sabíamos lo que teníamos que hacer o..., dejar de hacer. Así era él. Con apenas veinticinco años, había tenido que lidiar con los quinientos obreros de una planta textil; así es que sus hijos éramos pan comido.
Nunca, o casi nunca, llegaba a casa antes de las nueve de la noche y lo hacía con el gesto cansado de alguien que carga sobre sus hombros las preocupaciones y problemas del día a día. Y no eran pocos porque compaginaba su trabajo de Director con la gestión de su propia empresa. Las horas del día se le hacían insuficientes. Una vez en el hogar, lo que ansiaba era llegar a un remanso de paz lo que, con siete hijos, era algo complicado. Por eso, mi madre se daba prisa en acostar a los más pequeños y lo tenía todo a punto para la cena con los mayores. Todos teníamos que arrimar el hombro en mayor o menor medida y, cuando alguno se hacía el despistado, de nuevo una mirada nos hacía reaccionar.
Sin embargo, aparentaba ser más duro de lo que era; habían muchos pequeños detalles que lo delataban. Su mirada se iluminaba cuando se acercaba a mi madre y le daba una palmada suave en el trasero. Y eso que, invariablemente mi madre respondía: "déjame en paz que estoy haciendo...", lo que fuera que estuviera haciendo en aquel momento. Otras veces se me acercaba para acariciarme el rostro y decirme "reineta" con una amplia sonrisa.
Su despacho era todo un santuario al que solo teníamos acceso bajo su control. Una librería de madera maciza repleta de libros, la mayoría de ellos técnicos, lo presidía y, a la derecha, había una mesa, también de madera, que a mí me parecía inmensa y en la que reinaba un orden estricto. Entre otras cosas, recuerdo que, en el primer cajón del lado izquierdo, guardaba sus lápices de colores Caran d'Ache que solo nos dejaba usar cuando ya estaban casi completamente gastados. Me encantaba verlo dibujar, mientras trazaba raya tras raya con precisión, para crear los diseños que luego se transformarían en tejidos para camisería, batas de colegio, o lo que fuera. En el segundo cajón tenía un bote de cristal repleto de monedas de una peseta. Las mismas que poco a poco, en grupos de cinco o diez, aparecerían debajo de nuestras almohadas cada vez que nos visitaba el ratoncito Pérez.
Delgado y con un bigote que le acompañó hasta el final de sus días porque decía que había demasiado espacio entre su nariz y su boca, les caía muy bien a mis amigas y alguna se atrevía a decirme "qué guapo es tu padre" y a mí no me hacía ninguna gracia. Para mí no era guapo ni feo, era mi padre y se acabó.
Muchas tardes de domingo las pasábamos viendo películas en blanco y negro, de Mickey Mouse, el Pato Donald, el Gordo y el Flaco o Charlot, que él alquilaba y nos ponía con un proyector Pathe Baby. Era todo un acontecimiento. Otras veces nos organizaba partidas de juegos de mesa. Fuera con la actividad que fuera, los domingos era completamente nuestro.
Tienes que escribir más sobre él. Me ha encatando
ResponderEliminarMuchas gracias, Olrik Pablo!!! Poco a poco las cosas irán fluyendo. Un abrazo
EliminarUn relato/retrato entrañable de la figura paterna. Debió ser un gran hombre. Enhorabuena por el relato y por el padre. Opino igual que Olrik: me gustaría leer más sobre él.
ResponderEliminarMuchas gracias, Javier. Sí, fue un gran hombre de los que dejan huella. Estricto y tierno a la vez. Y un currante como la copa de un pino. Quizás vuelva sobre él... Un abrazo
EliminarMuy Bonito y entrañable!! 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻
ResponderEliminarMuchas gracias, Naruto! Me alegra que te haya gustado.
EliminarTierno y conmovedor... Muy bonito. Sería perfecto si nos escribieras más sobre él.
ResponderEliminarMuchas gracias, Charo. Me alegro de que te haya gustado.
EliminarTe recomiendo mi relato "En la batalla" que encontrarás en este blog. Los hechos que narro se basan en algo que le sucedió a mi padre durante la Guerra Civil española.
Un abrazo