Le puede pasar a cualquiera

 



Era una tarde de domingo como cualquier otra de no ser porque los congregados, en lugar de estar en su casa viendo la película de la tarde arropados por una manta, estaban en un lugar mucho más falto de calidez.

Unas horas antes no se lo habrían podido imaginar. Sin embargo, un infarto de miocardio fulminante lo había hecho posible y, ahora, estaban allí, procedentes de diferentes lugares. Eran los familiares y amigos de Emiliano Ramírez que, ataviado con traje oscuro y rejuvenecido por los tratamientos de tanatopraxia, los contemplaba desde la vitrina de la sala de velorio.

Se habían formado varios corrillos que intercambiaban las manidas frases que se utilizan en estas circunstancia: "era tan joven, quién lo iba a decir", "la familia está destrozada", "a pesar de su mal genio, era muy buena persona" o "vaya vacío que nos ha dejado".

Estaban tan entretenidos en sus conversaciones, que no se percataron de la entrada de Jacinto que, consciente de que llegaba con varias horas de retraso, entró en tromba, casi corriendo, perturbando la relativa quietud del lugar. Alguno de los reunidos alzó la vista y, tras confirmar que no tenía ni idea de quién era el recién llegado, siguió con la charla de turno.

Jacinto miró a su alrededor con desconcierto al percatarse de que no conocía ni a uno solo de los asistentes. Se dirigió al primer grupo:

—¿Conocían ustedes al difunto?

Lo miraron con curiosidad y un caballero moreno de cierta edad, respondió:

—¡Naturalmente! Éramos amigos de la infancia. Habíamos ido al mismo colegio.

Jacinto se dijo que no era extraño que no reconociera a los amigos de la infancia de su padre y se alejó para acercarse al siguiente grupo de personas. Ante la misma pregunta, esta vez le respondieron que era primos del finado. Este detalle le dejó perplejo, "¿primos de mi padre y no los conozco?", murmuró entre dientes. Se limitó a saludarles y siguió su camino.

Tras varios intentos infructuosos de dar con algún conocido, Jacinto encaminó sus pasos a la sala interior donde debía estar el cuerpo de su padre. Allí, sentados en un rincón, vió una pareja. El temblor de los hombros de la señora hacía evidente que la mujer estaba sumida en el llanto y el hombre que la acompañaba trataba de consolarla. La intimidad de la escena hizo que Jacinto dudara unos instantes pero la intriga pudo más que la prudencia y se decidió a abordarles:

—No quisiera parecer impertinente pero, ¿me pueden decir que relación tenían ustedes con el difunto?

—Yo soy su viuda y él es mi hermano Ramiro. Y usted, ¿qué relación tenía con mi esposo? —respondió la señora con una inesperada serenidad.

Jacinto no fue capaz de emitir ni una sola palabra. La cabeza empezó a darle vueltas, "mi padre era viudo hace años. ¿Cómo puede esta mujer decir que es su viuda?". Farfulló una respuesta ininteligible y se dio la vuelta para acercarse a la vitrina y así dar el último adiós a su padre. Lo que vio le hizo palidecer. ¡Aquél hombre no se parecía en nada a su padre!

Salió a toda prisa para comprobar el cartel exterior de la sala. No, no se había equivocado. Era la sala número doce, como le habían dicho sus hermanos. Con el pulso acelerado, y empezando a creer que se estaba volviendo loco, se sentó en uno de los asientos que habían en la antesala. Apoyó la cabeza entre las manos, le parecía estar en una realidad paralela de la que no sabía como salir. De pronto, una voz conocida, lo sacó de su aturdimiento:

—Jacinto, ¿se puede saber qué haces ahí? Llevamos horas esperándote.

—¿Alberto? ¡Por fin! ¿Por qué no está nuestro padre en la sala?, ¿dónde demonios os habéis metido? ¿No me habíais dicho que era la sala doce?

Alberto, tomando a su hermano del brazo, respondió:

—¡Por Dios, Jacinto! ¡Es que no te enteras! El mensaje lo decía claramente: sala 21, no 12. Creía que tu dislexia era cosa del pasado.

El suspiro de Jacinto se pudo oír por todo el tanatorio.


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