Vidas ajenas
No es habitual oír gritos en la casa de mi vecina, pero últimamente parece que se hayan vuelto locos. Además, en pocas semanas me la he encontrado varias veces con la cara amoratada. La primera vez, según ella, había abierto una puerta con demasiado ímpetu y, por un error de cálculo, se la había estampado en toda la cara. La segunda, qué casualidad, explicó que, al abrir un armario de la cocina, un pote de miel le había caído en pleno rostro. Hoy, y ya van tres, cuando la he visto ha quedado claro que no tenía ganas de dar explicaciones, porque no ha esperado a bajar en el ascensor conmigo y se ha escabullido escaleras abajo a toda prisa. Así es que creo que no se trata solo de gritos.
Me he pasado el día dándole vueltas al tema. Tantos accidentes caseros son demasiados y podrían esconder algo más grave. Me digo que tendría que hacer algo al respecto, pero no sé ni qué ni cómo. De momento todo son sospechas y no evidencias. Y, aunque no creo que me equivoque, lo más fácil es cerrar los ojos y no entrometerse en las vidas ajenas. Por otro lado, me es difícil creer que su marido, ese hombre tímido y apocado, al que conozco desde hace un montón de años, sea capaz de pegar a nadie.
Al cabo de unos días me vuelvo a cruzar con ella y como quien no quiere la cosa me atrevo a preguntarle:
—¿Qué tal va todo por casa? Ayer me pareció oír jaleo. Discusiones de pareja supongo.
—¿Discutir con Mariano yo? ¡Qué va! Si ese hombre no se altera por nada. A veces creo que no tiene sangre en las venas.
La mujer da un largo suspiro y añade:
—El de los gritos es Andrés, mi hijo mayor. Está insoportable. Se ha quedado sin trabajo y la novia lo ha echado de casa. Así es que no he tenido más remedio que volverlo a acoger. Se me había olvidado lo difícil que es convivir con él.
—¡Vaya! Sí que lo siento. Si necesitas algo, ya sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, en cualquier momento —digo con la esperanza vana de que me haga partícipe de alguna confidencia más.
Cuando le comento mis inquietudes a mi marido, me dice que no me meta en líos, que haga eso que siempre se ha dicho de “cada uno en su casa y Dios en la de todos”, pero yo le respondo que el que está en esa casa tiene poco de Dios y que, si no hacemos nada, puede ocurrir una desgracia y yo no me lo podría perdonar.
Durante unos días parece que reina la paz, pero yo no dejo de estar pendiente de cualquier ruido y de darle vueltas a la conveniencia de intervenir o no. Sé que si me involucro o llamo a la policía luego vendrán los interrogatorios, las declaraciones en un posible juicio y quién sabe qué más. También pienso que, si mis sospechas son infundadas, quedaré como una metomentodo y haré el ridículo más espantoso de mi vida.
Hoy me está costando coger el sueño y llevo un buen rato dando vueltas en la cama. Mi marido duerme a pierna suelta y ya ha empezado a roncar. De pronto, un estrépito como de platos rotos, seguido de un grito, se abre paso en la tranquilidad de la noche. Ya no pienso en las consecuencias buenas o malas y me lanzo a por el móvil. En pocos minutos suena una sirena y yo respiro mejor.
Imagen de Anemone123 en Pixabay
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