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Mostrando entradas de 2019

La verbena

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Fulgencio se mira en el espejo. Quiere estar deslumbrante. Se coloca su mejor traje y hasta se pone pajarita. Se peina de medio lado tratando de disimular su calvicie. Se perfuma. De nuevo le surgen dudas y temores y piensa en los lejanos días en los que era incansable, en los que podía disfrutar de largas noches de amor con su Paquita y al día siguiente, tan fresco, madrugaba y se iba a trabajar. Piensa: “los años no perdonan”. Ahora está solo y se pregunta “¿por qué sigues sintiendo la punzada del deseo si el cuerpo no te responde?” Bartolo, su compañero de habitación, que lo observa en silencio mientras se acicala, al final no puede más y le dice: —Fulgen, ¿qué te crees, que vas a una boda o qué? Que solo es una verbena, ya ves tú. Con los de todos los días. —Bartolo, es que, ¿sabes? Creo que me he enamorado. Pero estoy nervioso, ya no me acuerdo de cómo se conquista a una chica. Además, si la cosa va a más yo no sé si voy a poder… funcionar. —Vaya, vaya —Bartolo pon

Despertar belicoso

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Iglesia de Cajicá, Cundinamarca, Colombia Suena la campana de la iglesia. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Me giro remolonamente en la cama. No. No tengo que levantarme. Todavía no. Hoy es domingo, el día amarillo. Sí, todos los días tienen su color y el domingo resplandece como el oro. Abro los ojos, parpadeo y por fin puedo ver con claridad la luz que se filtra a través de las rendijas de mi ventana. Me recuerda los mechones rubios de una princesa de cuentos de hadas. Dejo pasar el tiempo mientras me sumerjo en mis ensoñaciones que me llevan a una playa del Caribe de arenas doradas donde me dejo mecer por las olas, a bordo de un catamarán de velas de color ocre. De repente, una música estridente me arranca con violencia de mi paraíso imaginario. Me levanto abro la ventana y allí está él. En el edificio de enfrente, con un maillot ridículo y amarillento; pedaleando frenéticamente en una bicicleta estática mientras suena a todo volumen una canción machacona. Miro el

La mochila verde

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Con aire despreocupado pero con sus dotes de observación en guardia, el hombre se dirige al mostrador de facturación del aeropuerto. Aguarda unos minutos a que le toque el turno y, mientras, continúa mirando atentamente a su alrededor. Por fin le llega su vez pero la expresión de su cara se ha modificado. Es algo muy sutil que solamente alguien que lo conociera mucho sabría captar. —Mire señorita, escúcheme atentamente. —Por supuesto señor, ¿lleva maleta? —Eso ahora es irrelevante. Es una situación de extrema gravedad. Alguien tiene que detener al joven de la mochila verde. —Lo lamento señor yo sólo puedo ayudarle a hacer el chek-in. Este es un vuelo que va Lisboa. ¿Va usted a Lisboa? Coloque su maleta en la báscula, por favor. —Señorita —insiste el caballero—, lo importante ahora es que ese joven no acceda al área de embarque. La azafata comienza a perder la paciencia y aunque intenta ser amable, no puede evitar cierto tono de irritación en sus palabras. —¡Seño

Ojos Grises

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     Un gran resplandor iluminó la habitación. Por unos instantes pareció que era de día. Apenas unos segundos más tarde un trueno sonó con gran estruendo. Silvia decidió cambiar su bonita americana beige por una amplia gabardina. Cogió el paraguas y salió de casa con gesto de disgusto. Unos negros nubarrones se cernían sobre las cabezas de los peatones. La lluvia no se hizo esperar, descargando con fuerza  toda su furia. El viento doblaba las copas de los árboles y la calle quedó desierta en pocos segundos.       Silvia se refugió en la cafetería que había frente a su casa, maldiciendo por tener que salir justo ese día. Pero se había comprometido. No podía fallarle a Gustavo, que le había pedido que le substituyera en su clase de salsa. Su mirada iba del reloj a la ventana alternativamente, mientras tomaba un café que le ayudaría a mantenerse despierta. Por fin, después de unos minutos que se le hicieron interminables, parecía que la lluvia perdía intensidad. Aunque todavía se

Puro Teatro

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Una vez más se dijo a sí misma que con el comienzo del nuevo curso empezaría una nueva vida. Se había acabado eso de no hacer nada. Esta vez no sólo se iba a inscribir a un curso. Esta vez asistiría y se emplearía a fondo en la tarea.  Hojeó con interés los folletos de los diferentes Centros Cívicos y se sintió particularmente interesada en dos actividades bien distintas: la cocina y el teatro. ¡Ah sí! ¡Éste sería su año! Por fin empezaría a hacer teatro o a cocinar como una chef de primera categoría. Sin saber muy bien por qué, después de una breve reflexión, se decantó por el curso de teatro. Mientras procedía a la inscripción online, ya se veía en el escenario de un gran teatro representando ni más ni menos que a Electra. Explicó a todas sus amigas lo interesante que iba a ser ese curso de interpretación teatral que iba a iniciarse en pocos días.  Pero una cosa son los sueños y los buenos propósitos, y otra muy distinta las realidades, y Joana no iba a escapar tan fácilment

Sueños rotos

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     Sara vive en un mundo de fantasía. Sumergida en sus ensoñaciones, recrea las experiencias que desearía ver traspasadas al mundo real; son muchas y muy variadas, pero una de ellas se ha convertido en algo recurrente.      La calidez de la mañana es una excusa perfecta para asomarse al exterior y ella, apoyada en el alféizar de su ventana, contempla la otra, la que está justo frente a la suya, al otro lado de la calle. Pero hoy no lo ve. Cierra los ojos y recrea su imagen: su pelo liso y rubio, la mirada profunda de sus ojos grises, en la que quisiera perderse. Y lo que más le fascina: sus manos de pianista con dedos largos y ágiles. Lo imagina deslizando sus dedos por las teclas blancas y negras y dedicándole a ella, solo a ella, la más dulce de las melodías.      La voz de su madre, rompe el hechizo del momento. La esperan con el desayuno en la mesa. Se sienta y, sin más preámbulo, les dice a sus padres:      —Ya sé lo que quiero hacer. Voy a estudiar música y seré una pia

El sobrino

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—¡¡¡No, no y no!!! ¡Ni hablar! —Dice rotundamente—. ¡Ni por todo el oro del mundo! Ya te lo he explicado. —¿Por qué, María? ¿Porque se trata de mi sobrino y no del tuyo? —replica él sorprendido ante el tono airado de María. Ella lo mira con una mezcla de incredulidad y rabia: ¿es posible que después de haberlo hablado millones de veces él no sea capaz de comprender las razones de su negativa? Ramón es una persona de ideas fijas pero esta vez no piensa dar su brazo a torcer. Esta vez no.  —No Ramón, no. La cosa no cambiaría si fuera un sobrino mío. Pero parece que tú prefieres pensar lo contrario. —¿Sabes qué te digo? Que estoy harto de que siempre se tenga que hacer tu santa voluntad. En esta ocasión no voy a ceder. —¿Mi santa voluntad? ¿Pero que estás diciendo?  — María levanta la voz y adopta ese tonito chillón que tanto saca de quicio a su marido. —¡No me grites! ¡A mí no me grites!  Las voces van aumentando de volumen, pero es tarde y ambos tienen que acudir

Naturaleza inquietante

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Aeropuerto de Capurganá Andrea y Rodrigo estaban pasando unos días de descanso en una playa paradisíaca del Caribe colombiano, Capurganá, una pequeñísima población rodeada de selva a la que solo se puede acceder en lancha o avioneta. Tendidos en la arena a la sombra de un cocotero, se relajaban a ritmo de vallenato después de una excursión en canoa que los había dejado exhaustos.  Era la hora en que los muchachos del pueblo, una vez finalizada la escuela, se acercaban a la playa tratando de vender a los turistas sus propias excursiones y, así, conseguir algo de dinero. Un muchacho espigado y oscuro como el chocolate les abordó haciéndoles una curiosa pregunta: —Hola, me llamo Washington  ¿Y…, ustedes cuándo es que van a ir al cielo? —Espero que lo más tarde posible —respondió Andrea de inmediato con desconcierto. —¿Pero, por qué? Si es un lugar muy lindo, ¡fíjense que le llaman “El Cielo”! Por veinte mil pesitos yo les llevo cuando quieran. No se van a arrepentir. El

Cuando el pasado te persigue

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Ignoro si lo que se contaba es cierto. Nunca he podido verificarlo, pero quiero creer que no hay nadie capaz de inventarse unos hechos tan graves. Lo cierto es que fue una de las primeras cosas que me explicaron cuando me nombraron Directora de la  fábrica  de Segovia.  Era una planta pequeña, dedicada a la confección de pantalones tejanos, o “jeans” como les llamábamos en el argot interno. Daba trabajo a un centenar de personas, entre patronistas, cortadores, cosedoras y personal administrativo. Algunos de los empleados llevaban trabajando allí más de quince años. En cierto modo era como una gran familia y, como en toda familia, habían cotilleos, rencillas, noviazgos, divorcios y algún que otro lío no confesado.  El protagonista de la historia, que corría de boca en boca, era el Encargado de Compras. Se llamaba Ernesto y gestionaba el aprovisionamiento de todos los complementos necesarios para la elaboración de las prendas.  Era eficiente y organizado en su trabajo pero, contr

Traspasando los límites de la oportunidad

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Lo vi una mañana mientras iba caminando a la oficina. Tenía los ojos saltones, las orejas largas y caídas y un hocico que recordaba al de un burro, eso sí, de tamaño reducido. De su cuello pendía una placa con una palabra inscrita que debía ser su nombre, “Agus”. Su fealdad inspiraba una mezcla de compasión y ternura. Desde el escaparate parecía lanzar una mirada de desamparo pidiendo ser rescatado lo que me produjo un deseo irrefrenable de regalárselo a Elsa.  Mi mujer con tres hijos y yo con una hija, todos de anteriores matrimonios, habíamos acordado no tener descendencia. Así es que Agus, de alguna manera, se convirtió en el niño en común que nunca tuvimos, eso sí, con muchas menos obligaciones y responsabilidades. Su condición de ser inanimado le otorgaba grandes ventajas; no había que sacarlo a pasear o llevarlo al veterinario, y ni siquiera teníamos que alimentarlo.  A pesar de ser un peluche, Agus parecía tener vida propia. Tenía la virtud de aparecer siempre en los luga

Errores que se pagan caros

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—Y ¿a qué hora, dice usted que sucedió? —El inspector Romero golpea repetidamente el bloc de notas con el lápiz; poco amigo de las nuevas tecnologías, se resiste a abandonarlos.  —Pues, no sé, no estoy segura… no lo puedo recordar con claridad —balbucea Maruja entre sollozos—, serían las tres o tres y media. Yo no estaba para mirar el reloj, inspector . —Perdone que insista, señora Medina. Piénselo bien. Los detalles aquí son de suma importancia. Debemos revisar las cámaras de vídeo de la sucursal bancaria que está delante de su casa. Media hora parecerá poca cosa, pero no lo es. —Lo intento, inspector, lo intento —Maruja, recostada en la camilla de la ambulancia, suspira y continua hablando con voz entrecortada por el llanto—. A ver, salí del restaurante pasadas las dos de la madrugada, no era demasiado lejos, así es que debí llegar a casa en cuestión de media hora. Los ojos de Maruja se nublan de nuevo y  revive las imágenes  como si estuviera viendo una película

Fantasmas

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El agua de mar acaricia suavemente tus pies en un ir y venir rítmico. Tu mirada recorre despreocupadamente el horizonte y su lejanía te llena de una sensación de libertad que sabes tiene fecha de caducidad. Mañana deberás regresar a tu base, a esperar nuevo destino. Deseas que este día no acabe nunca, aislarte en tu interior y que nada perturbe tu tranquilidad. Y, entonces, lo ves. Al comienzo es algo no mayor que una bola de pin-pon. Luego se diría que es una boya a la deriva que aparece y desaparece siguiendo el movimiento de las olas. Sacas los prismáticos que siempre te acompañan en tus paseos y, cuando consigues enfocar bien, te das cuenta de la situación. Unos brazos se agitan en busca de un punto de salvación.  Dudas unos instantes. Antiguos fantasmas que creías olvidados parecen despertar de nuevo. Pero no hay tiempo que perder. No puedes escuchar los viejos temores. No. Ahora no.  Controlando tu miedo, te despojas de la ropa. El frío rasga tu piel. Aún así te sumerges. V

En la batalla

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Allí estaba, presidiendo la mesa del comedor como lo había hecho todos los treinta de diciembre de los últimos treinta años, una botella de coñac con la inscripción 1938 – 1969. Las imágenes, que yo trataba de olvidar, volvieron a mi mente. Un gesto que a mí se me había antojado insignificante me era recordado invariablemente todos los años en la misma fecha. Cuando le decía a García que ya era suficiente, que lo olvidara ya, su respuesta era siempre la misma: “tu me diste todo lo que tenías”. Yo tenía apenas veintidós años cuando tuvo lugar el “Alzamiento Nacional” al mando del General Franco. En esa época, la docencia como profesor auxiliar de la Escuela Industrial de Barcelona era lo único que llenaba mis días; vivía completamente alejado del mundo de la política. Aquella no era mi guerra, no deseaba combatir ni tampoco me sentía un valiente. Y aunque sabía que era complicado, traté por todos los medios de no verme envuelto en el conflicto fratricida. Solo lo conseguí durante

En el parque

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     Elena entr ó en el parque , acompañada de dos niños: una niña, Elsa, de unos tres años y un niño, Eric, que iba sentado en una sillita de bebé . Ambos eran rubios y tenían los ojos azules. Se dirigieron al área infantil donde había un grupo de niños jugando . Elsa echó a correr hacia los columpios y Elena se sent ó en un banco cercano con el bebé . Sacó un libro y se puso a leer; de vez en cuando levantaba la vista y la dirigía hacia donde estaba la niña.      E n un banco al otro lado de la zona de columpio s , un hombre ya mayor, vestido con un traje gris, una corbata azul y unos mocasines negros relucientes, c ontemplaba a los niño s . Parecía centrar su atención en la pequeña Elsa. En algún momento también dirigió su mirada hacia la madre de la niña. Al cabo de un rato , e l hombre se levantó y se encaminó hacia Elsa, que estaba columpiándose . Miró de reojo a E lena, que parecía est ar leyendo. S e volvió hacia la niña y le ofreció un caramelo.

Percepción extrasensorial

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     Después de una noche de extrañas visiones, tan aparentemente reales como increíbles, me desperté sobresaltado. Su imagen seguía nítida en mi cabeza. En ese estado de semi inconsciencia que sigue al momento en que se abren los ojos por primera vez, me sentía incapaz de discernir entre realidad y fantasía. Ahí estaba ella, sonriéndome. Su rostro se mostraba luminoso y transmitía una emoción difícil de plasmar en palabras. Levantó la mano derecha y la agitó a modo de saludo. Un instante después la imagen se desvaneció dejando en mi interior una sensación de pérdida.      No soy muy dado a soñar y menos aún a recordar los sueños, pero las sensaciones de ese amanecer eran vívidas e inquietantes  y yo me resistía a abandonar el sopor en el que me hallaba sumido.       ¿Cuándo nos habíamos visto por última vez? No lo recordaba con exactitud pero sin duda hacía mucho. Puede ser que desde mis tiempos de universitario. Después la vida me llevó por otros derroteros y me alejó de ell