Traspasando los límites de la oportunidad


Lo vi una mañana mientras iba caminando a la oficina. Tenía los ojos saltones, las orejas largas y caídas y un hocico que recordaba al de un burro, eso sí, de tamaño reducido. De su cuello pendía una placa con una palabra inscrita que debía ser su nombre, “Agus”. Su fealdad inspiraba una mezcla de compasión y ternura. Desde el escaparate parecía lanzar una mirada de desamparo pidiendo ser rescatado lo que me produjo un deseo irrefrenable de regalárselo a Elsa. 

Mi mujer con tres hijos y yo con una hija, todos de anteriores matrimonios, habíamos acordado no tener descendencia. Así es que Agus, de alguna manera, se convirtió en el niño en común que nunca tuvimos, eso sí, con muchas menos obligaciones y responsabilidades. Su condición de ser inanimado le otorgaba grandes ventajas; no había que sacarlo a pasear o llevarlo al veterinario, y ni siquiera teníamos que alimentarlo. 

A pesar de ser un peluche, Agus parecía tener vida propia. Tenía la virtud de aparecer siempre en los lugares más insospechados. Que ibas a buscar una sartén, allí estaba él con su cara bobalicona. Que necesitabas un jersey, en su lugar aparecía el perrito. Que mi mujer iba a cambiar las toallas, en vez de toallas limpias, de nuevo Agus entraba en acción.  


Ese día, yo tenía una reunión de suma importancia y andaba un tanto nervioso.  Del éxito del encuentro dependía que pudiera llevar a cabo la fusión de mi compañía con un inversor, lo que pondría fin a mis problemas financieros. Madrugué, elegí mi mejor traje, revisé los documentos que teníamos que discutir ese día y lo puse todo en orden en mi maletín que dejé junto a la puerta de salida. Tras un rápido café con Elsa, recogí la cartera y me dirigí al despacho de mi abogado donde tendría lugar mi cita.  Mi abogado me esperaba en la sala de reuniones y, a los pocos minutos de llegar yo, entró el Consejero Delegado de la sociedad inversora con su abogado.

Tras los consabidos saludos de cortesía y sin más demora, iniciamos la reunión. Cuando llegó el momento de presentar los documentos que había preparado, cogí mi portafolios con toda la seriedad que la situación requería y lo coloqué sobre la mesa. Al abrirlo, Agus me sonreía desde el fondo del maletín. Sentí arder mis mejillas y desee que se me tragara la tierra. Como eso no sucedió, traté de ocultar el muñeco con tal rapidez que, con mi torpeza, acabó sentado en el regazo de mi posible futuro socio. Una estentórea carcajada resonó por toda la sala y una voz burlona dijo:

—Parece que sus hijos le han gastado una pequeña broma, señor Márquez. 

No osé contradecirle y me dije que tenía que hablar seriamente con Elsa.


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