Sueños rotos
Sara vive en un mundo de fantasía. Sumergida en sus ensoñaciones, recrea las experiencias que desearía ver traspasadas al mundo real; son muchas y muy variadas, pero una de ellas se ha convertido en algo recurrente.
La calidez de la mañana es una excusa perfecta para asomarse al exterior y ella, apoyada en el alféizar de su ventana, contempla la otra, la que está justo frente a la suya, al otro lado de la calle. Pero hoy no lo ve. Cierra los ojos y recrea su imagen: su pelo liso y rubio, la mirada profunda de sus ojos grises, en la que quisiera perderse. Y lo que más le fascina: sus manos de pianista con dedos largos y ágiles. Lo imagina deslizando sus dedos por las teclas blancas y negras y dedicándole a ella, solo a ella, la más dulce de las melodías.
La voz de su madre, rompe el hechizo del momento. La esperan con el desayuno en la mesa. Se sienta y, sin más preámbulo, les dice a sus padres:
—Ya sé lo que quiero hacer. Voy a estudiar música y seré una pianista famosa.
—Muy bien, Sara —dice su madre—, si es lo que realmente quieres... Ya hablaremos más adelante.
—¿Se puede saber por qué te ha dado por ahí ahora? Siempre has dicho que las clases de música del colegio eran “super, super aburridas”, ¿no? —añade su padre con tono sarcástico.
Sara calla y no se atreve a confesar que lo que realmente le atrae de la música es su vecino Miguel, con el que, sin conocerlo, sueña en secreto día y noche. Cuando el sonido del piano anuncia su presencia, ella lo observa a través de las rendijas de la persiana como quien contempla una obra de arte y escucha, sin perder una nota, la sonata de Beethoven “Appassionata” que el chico repite y repite.
Lo que no sabe Sara es que para Miguel solo existe la música en la que ahoga su tristeza. Miguel, al contrario que Sara, tiene un solo sueño que sabe que nunca podrá alcanzar. No después de que aquel descerebrado se cruzara en su camino.
El tiempo pasa y la vida transcurre en su rutina, tan distinta para cada uno de ellos. Y un día sucede lo que tarde o temprano tenía que suceder. Sara y Miguel se cruzan por primera vez en la calle. Ella, a punto de entrar en su casa, ve como él aparca el coche adaptado en su plaza reservada y, con gran agilidad, abre la puerta, coloca una silla de ruedas sobre la acera, se sienta en ella y prosigue su camino hacia su edificio.
Una opresión crece en el pecho de Sara y las mejillas se le humedecen. Ya en su casa, tumbada en la cama, llora con desconsuelo como el niño al que le han roto un juguete o, peor aún, se lo han arrebatado.
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