Naturaleza inquietante


Aeropuerto de Capurganá
Andrea y Rodrigo estaban pasando unos días de descanso en una playa paradisíaca del Caribe colombiano, Capurganá, una pequeñísima población rodeada de selva a la que solo se puede acceder en lancha o avioneta.

Tendidos en la arena a la sombra de un cocotero, se relajaban a ritmo de vallenato después de una excursión en canoa que los había dejado exhaustos. 
Era la hora en que los muchachos del pueblo, una vez finalizada la escuela, se acercaban a la playa tratando de vender a los turistas sus propias excursiones y, así, conseguir algo de dinero. Un muchacho espigado y oscuro como el chocolate les abordó haciéndoles una curiosa pregunta:

—Hola, me llamo Washington  ¿Y…, ustedes cuándo es que van a ir al cielo?

—Espero que lo más tarde posible —respondió Andrea de inmediato con desconcierto.

—¿Pero, por qué? Si es un lugar muy lindo, ¡fíjense que le llaman “El Cielo”! Por veinte mil pesitos yo les llevo cuando quieran. No se van a arrepentir.

El muchacho, que era simpático y dicharachero, acabó por convencerlos y, con su locuacidad, hasta hizo que Andrea dejara de lado su fobia a ciertos animales. 


Al día siguiente, alrededor de las ocho de la mañana, Andrea y Rodrigo, bien equipados para la excursión, iniciaron su camino a "El Cielo" acompañados por el joven. Un horizonte con escasas nubes y un viento en calma anunciaban un día espléndido. 

Durante el trayecto, Washington alardeaba de sus conocimientos sobre la fauna de la región y les iba indicando:


—¡Miren ahí! Es un mono aullador. —¡Shhh! —y susurrando continuó—, vean ese colibrí cómo recoge el néctar de la flor. ¿Saben que le llaman el pájaro mosca? —¡Cuidado! No vayan a tocar esos sapos que son venenosos. —¡Ahí va un lagarto cabecirojo! Tienen suerte, son muy esquivos.

Rodrigo seguía las explicaciones del muchacho con interés y sacaba fotografías de todo lo que le llamaba la atención. Por el contrario, Andrea no podía evitar hacer gestos de disgusto a cada nuevo animal que se mencionaba. 

En una bifurcación del camino, encontraron un claro presidido por un árbol de grandes dimensiones. El tronco tenía un enorme hueco donde se había formado una especie de cueva. Movidos en parte por la curiosidad y en parte por la invitación del muchacho, que les dijo que iban a ver algo muy hermoso, se acercaron a mirarlo. Lo que vieron les hizo dar un respingo y, aún sabiendo que son ciegos, se sintieron observados por los cientos de murciélagos que, envueltos en sus enormes alas y colgados boca abajo, daban un aire lúgubre al lugar. Andrea sintió que un cosquilleo le recorría la espalda y lanzó una mirada de ira a Washington quien, por el contrario, parecía muy divertido con la reacción que había conseguido.

Habían transcurrido unas dos horas desde su partida y el cansancio empezó a hacer mella en los caminantes. Agobiados por el calor y la humedad,  habían perdido la cuenta de las veces que habían cruzado el río al comienzo de cuyo curso se hallaba el prometido “Cielo”. 

Al llegar a la última curva, el sendero desaparecía bruscamente en la ribera obligándoles a hacer el resto del camino por el cauce del riachuelo. Al principio, el agua alivió en buena medida la sensación de calor, sin embargo, al cabo de un rato, ya les llegaba a la cintura y avanzar se hacía cada vez más complicado.


Estaban apunto de abandonar cuando, por fin, Washington anunció con una sonrisa que ya estaban muy cerca de su destino. Sólo tenían que cruzar un cañón, que desembocaba en el mismísimo “Cielo”. El paso era tan estrecho que no les quedaba más remedio que ir en fila india y apoyarse en las rocas laterales para mantener el equilibrio. 

Cuando ya se divisaba la salida, la voz de Washington sonó como un trueno:

—¡No toquen la roca negra! ¡Hay un araña de una especie muy venenosa!  

Rodrigo vio con angustia como, de un agujero de la piedra, asomaban unas enormes patas largas, negras y peludas justo al lado de donde Andrea acababa de posar su mano. 

Un grito de horror se confundió con una sonora carcajada. Washington mostraba el siniestro animal que, inerte en la palma de su mano, era tan artificial como inofensivo.

La belleza del lugar fue definitiva para evitar que  la excursión finalizara en una trifulca.


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