Una vida de cine



Paco era un apasionado del cine. Había visto todas las películas proyectadas desde sus inicios, o casi, y podía recitar de memoria el reparto de cualquiera de ellas. Siempre era de los primeros en asistir a los estrenos y soñaba en secreto en conseguir un empleo relacionado con el séptimo arte. Por eso, cuando llegaron los ochenta, se le ocurrió que el mejor sitio para poner en práctica sus conocimientos era en un videoclub. Se hizo con un buen número de cintas de vídeo y montó uno de los primeros establecimientos dedicado al alquiler de películas de la época.

Los viernes, su tienda se llenaba de vecinos que entraban en tropel en busca de una buena película, los más atrevidos se llevaban hasta dos, para disfrutarlas en familia durante el fin de semana. Y allí estaba él, listo para recomendar el mejor título para cada ocasión. En busca del Arca perdida para los amantes de las aventuras, Kramer contra Kramer para los que buscaban un drama sentimental, la eterna Casablanca para los que preferían el romanticismo o ET para los más pequeños. Las cosas rodaban a la perfección, aunque pronto llegarían las primeras dificultades.

Con el paso del tiempo, las cintas de video fueron quedando obsoletas y se hizo imprescindible cambiar a los recién llegados DVD. A pesar del esfuerzo económico que esto supuso, Paco no se dejó vencer por el desánimo, renovó el negocio y siguió aconsejando y alquilando buenas películas a todo el que se lo pidiera. No solo disfrutaba de las conversaciones con sus clientes, sino que algunos de ellos se convirtieron en auténticos amigos.

Pero los avances tecnológicos se producían a pasos agigantados. La era de Internet no tardó en llegar y con ella los primeros problemas para Paco. Y es que el público descubrió que ya no era necesario pagar para ver sus películas favoritas, sino que las podía bajar gratis de Internet: el pirateo parecía dispuesto a acabar con todo. Aunque en los primeros tiempos descargar una película suponía un montón de horas de conexión a la red, la facturación cayó en picado. La tendencia era imparable, los números no cuadraban por ningún lado y, al final, a Paco no le quedó más remedio que aceptar que había llegado el momento de dar un nuevo rumbo a su vida.

Así, los días de plácido sueño dieron paso al insomnio y a la inquietud. ¿Cómo se las iba a ingeniar para mantener a su familia? Por suerte, Elsa, su mujer, tenía un pequeño centro de estética que, de momento, les permitía sobrevivir.

Pero parece que a las dificultades no les gusta la soledad y siempre vienen acompañadas. Una tarde, Elsa llegó a casa con gesto apesadumbrado y, cuando Paco le preguntó el motivo, se lamentó:

—¿Te acuerdas de Julio, el quiromasajista? Pues me acaba de decir que se monta por su cuenta y me va a dejar plantada. Y es que, además, me ayudaba con los números del centro.

—Por los números no te preocupes —respondió Paco con rapidez—, que para eso estoy yo que voy a tener tiempo de sobra y algo sé de eso. Y en cuando a los masajes, algo se nos ocurrirá.

En los días siguientes, el hombre no paró de dar vueltas a una idea que le rondaba por la cabeza, y que no quería compartir con Elsa hasta haberla madurado. Se informó de los estudios que se necesitan para ser quiromasajista, visitó varias escuelas y no tardó en matricularse en la que creyó mejor.

Ahora vive rodeado de mujeres y, aunque la mayoría prefiere recibir los masajes en silencio, siempre hay alguna a la que le gusta conversar y con la que puede seguir hablando del cine y sus actores.

Imagen de Mohamed Hassan en Pixabay

 

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