Visita inesperada

 




Llamaron al timbre de la puerta principal y Celia bajó a toda prisa la escalera de mármol que daba a la entrada, esperando llegar antes de que el visitante volviera a llamar y la señora encontrara un nuevo motivo para reñirle. Desde que había enviudado -creía Celia- el carácter de la señora de Núñez-Marañón se había agriado. Celia sabía que su señora nunca había sentido simpatía por ella pero el reciente fallecimiento de su esposo había empeorado las cosas. Ahora tenía que tener sumo cuidado o cualquier pequeño descuido tenía consecuencias desagradables para ella.

En contra de lo que esperaba Celia, el señor que había en la entrada no preguntaba por su señora si no por ella, Celia Pérez. Abrió los ojos desmesuradamente preguntándose qué podría querer de ella un caballero elegantemente vestido con traje de raya diplomática gris, sombrero y un bastón de empuñadura dorada. Tras vacilar unos instantes, lo hizo pasar a la sala que había al lado del hall de entrada. A la espera de que el visitante tomara asiento y con el corazón golpeando con fuerza su pecho, se preparó para recibir malas noticias. Pero nada de lo que pasaba por su cabeza se acercaba, ni de lejos, al verdadero motivo de aquella visita inesperada.


Celia llevaba toda su vida trabajando para los señores Núñez-Marañón. De hecho, había nacido y crecido allí. Su madre había sido el ama de llaves de la casa desde mucho antes de que ella naciera, hasta que los muchos años de duro trabajo y una frágil salud se la llevaron demasiado pronto. Celia la había substituido. Y ella, que no tenía padre ni más familia, se sintió agradecida cuando el señor, a pesar del desacuerdo de su esposa, insistió en que se quedara en la casa y ocupara el puesto de su madre con apenas diecisiete años.

El visitante no tardó en identificarse:

Mi nombre es Ramiro Gutiérrez y he sido designado albacea testamentario de Don Roberto Núñez-Marañón. Estoy aquí para...

—Señor, le aseguro que yo no he hecho nada malo —le interrumpió Celia, tartamudeando y con las mejillas teñidas de rojo—. No sé que le han podido decir de mí...

—No tiene nada que temer, señorita. Lo que quiero decir es que Don Roberto me dejó la misión de hacer cumplir sus últimas voluntades.

—Mejor llamo a la señora, si me perdona. Yo no sé que puedo tener que ver con todo esto.

—¡Siéntese y haga el favor de calmarse! Déjeme que le cuente y verá que no es nada malo, más bien todo lo contrario.

La explicación del albacea fue clara y concisa. No se extendió. Se limitó a informarle de que el fallecido había confesado ser su padre biológico y había tomado todas las medidas necesarias para que pudiera recibir una renta vitalicia que le permitiría vivir desahogadamente el resto de su vida.

Tras el shock inicial, y todavía con el corazón latiendo desbocado, muchas cosas, hasta ahora inexplicables, comenzaron a cobrar sentido para Celia.

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Imagen de Peter H en Pixabay 

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Comentarios

  1. Me ha gustado mucho, Mariángeles. Esa revelación final abre una sugerente ventana hacia el pasado y el futuro de Celia, que de pronto cobran un nuevo sentido para ella y para el lector. A veces ocurre, la vida puede cambiarnos radicalmente en un solo instante. Un saludo, amiga, encantado de pasearme por tus letras.

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    1. ¡Muchísimas gracias, amigo! Es un honor viniendo de tí.
      He pensado que Celia tenía derecho a un poco de justicia. Me han pedido que continue con la historia. Veremos...
      Un abrazo

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  2. Hermoso. Me tomó de la mano hasta el final. Sorprende. Gracias.

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    1. Muchas gracias, Amalia. Hay más de una Celia por ahí pero con menos suerte.

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