Un día cualquiera




Era un día cualquiera, no especialmente claro, ni especialmente luminoso; no hacía calor, ni tampoco frío. Vamos, uno de esos en los que todo parece anunciar una jornada rutinaria. Para variar, me había levantado con el tiempo justo y empezado mi carrera habitual. Ducha rápida, desayuno de pie y, a toda prisa, a sacar el coche del aparcamiento para ir a trabajar. 

Por enésima vez el tráfico era infernal, pero esto tampoco representa una novedad. Para combatir el aburrimiento, conecté la radio. Sonaba una de mis canciones favoritas, “Sultan of swings” de Dire Straits. Me dejé llevar por la música y, por un momento, me pareció estar en otro lugar, lejos de la vorágine que me rodeaba. 

Casi sin saber cómo, había llegado ya al último cruce de la Vía Augusta. Abstraída en mis pensamientos, esperaba pacientemente a que el semáforo se pusiera verde. De pronto, un golpe sordo me trajo de vuelta a la realidad sin miramientos. Aturdida, tardé varios segundos en reaccionar. Con la sensación de estar viviendo una pesadilla, comprobé atónita que habían dos huevos en mi parabrisas. Parecían listos para asarse al sol. Por suerte o por instinto, no bajé del coche y le di frenéticamente al limpiaparabrisas. ¿A quién se le ocurriría madrugar para tirar huevos por la ventana? 

Más tarde, cuando expliqué el incidente en la oficina, mis compañeros exclamaron casi al unísono:

—No te habrás bajado del coche, ¿no?

Todos, menos yo, tenían claro que había tenido suerte.
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