Un ladrón experimentado

 


La casualidad o el destino, qué más da, me ha traído hasta este piso del Eixample barcelonés, que hará que mi madre deje de mirarme con asco o con pena, que no sé lo que es peor, como lo hace desde mi estancia en ese hotel de lujo que es la Modelo. Vive en él una viuda, la bruja la llamo yo por esa horrible verruga que adorna su barbilla, que está lejos de ser una pobretona, y a la que le encanta tener la casa llena de cuadros y estatuas. O así me parece, mientras recorro el largo pasillo que me separa de la cocina para descargar el pedido del súper. Al fondo del corredor, hay, entre otras lindezas, una talla de madera del Sagrado Corazón que me recuerda a la que tenía mi abuela en el comedor de su casa. Enseguida me viene a la cabeza lo mucho que le gustaba a mi madre y lo que había llorado el día que las llamas la convirtieron en cenizas.

Con el paso de los días, la idea de hacerme con esa talla me obsesiona cada vez más. Estoy seguro de que a mi madre le encantaría y le haría olvidarse de los disgustos que le doy. Y me pongo a urdir un plan de inmediato.

La suerte no me abandona y, en una segunda entrega del súper, tengo la oportunidad de estudiar las posibilidades de acceder al piso. Observo que la puerta es de esas antiguas de madera con una cerradura, que nadie se ha ocupado de actualizar. Una buena radiografía y estaré dentro. Además, coqueteando con Dorotea, la asistenta, me entero de que los sábados es su día libre, que la bruja se queda sola y, encima, está más sorda que una tapia.

Hoy es sábado. El día elegido. Cuando llego al edificio ya ha anochecido. Aprovecho que un vecino despistado deja la puerta de la calle semiabierta y me cuelo con sigilo. Renuncio a utilizar el ascensor para que el ruido no me delate. Subo los escalones que me separan de la tercera planta de dos en dos. Al segundo intento, la puerta se abre con un leve chirrido. Contengo la respiración, no hay señales de vida. Lo más difícil ya está hecho. Despliego en el suelo del recibidor la tela que he traído para envolver mi botín y, linterna en mano, me adentro en la casa con lentitud. Aun así, el suelo de parqué lanza quejidos a cada paso que doy. Rezo para que la sordera de la señora le impida oírlos.

De pronto suena un gruñido y casi me meo del susto. Dejo de respirar. Espero unos segundos. No se oye nada más, inhalo con suavidad y reanudo mi marcha. No he dado ni tres pasos cuando alguien grita: “¡Ya es de noche! ¡Vete a dormir!”. Me quedo petrificado, como si la inmovilidad me garantizara el no ser visto. La voz insiste: “¡Ya es de noche! ¡Vete a dormir!”. Temo ver aparecer a la bruja. Me meto en la primera habitación que veo y espero. Vuelve el silencio. Pienso en tirar la toalla. Pero algo me impulsa a hacer todo lo contrario. Entonces lo veo, metido en su jaula, con el pico curvo y sus plumas verdes. El maldito loro vuelve a gritar, pero ya no hay vuelta atrás. Corro hacia la estatua, la arranco de su pedestal y escapo a toda velocidad. El sonido de mis pisadas ya no me preocupa, tampoco el portazo que he dado al salir.

Por fin, hoy me reconciliaré con mi madre. Aunque he dormido poco y mal, me ducho, me afeito bien y me coloco la camisa que me regaló ella y que nunca me pongo. Nada más llegar a su casa, le entrego con orgullo el paquete que no he vuelto a abrir. Me quedo embobado esperando su reacción con impaciencia, cuando lo que oigo me despierta de golpe.

—¿Se puede saber qué significa esto? ¿Es otra bromita de las tuyas? —me dice mientras sostiene en las manos el busto de un hombre con un bigote tipo Dalí.

Imagen de OpenClipart-Vectors en Pixabay


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