Cuestión de cabellera
Con gesto cansado, Tor Salas abandonaba la casa de su último paciente del día, un anciano de 96 años cuyas principales dolencias eran la soledad y su avanzada edad. El Doctor, con su poblada cabellera de un blanco rutilante y las gafas de montura de pasta redondas y azules que lo hacían inconfundible, era muy respetado en Subirán. La razón era muy simple: nunca tenía un no por respuesta cuando un paciente requería su presencia a cualquier hora del día o de la noche. También era cierto que su mujer y él no habían tenido hijos, lo que facilitaba su disponibilidad.
Cuando llegó a casa, le esperaba una sorpresa:
—¿Tor, a que no sabes quién ha venido? —su esposa le recibió con voz cantarina,
—¿Cómo lo voy a saber, Ayra? Anda, dímelo tú.
El visitante resultó ser, Protos, su amigo de la universidad, que había iniciado los estudios de Medicina con él para abandonarlos a media carrera a favor de la Bioquímica. A pesar de todo, habían mantenido una estrecha amistad. Se saludaron efusivamente.
—¡Viejo zorro! ¿Cómo has hecho para conservar esa mata de pelo? Deberías compartir tu secreto conmigo —dijo señalando su propia cabeza, reluciente como una bombilla.
—Este secreto se irá a la tumba conmigo, ¡ja ja ja! Cuéntame, ¿qué te trae por aquí?
—Necesito tus conocimientos médicos para una investigación en la que estoy trabajando, que acabará con los viajes a Turquía de todos los que no tenemos ni un pelo de tontos...
Y aunque pareciera una broma, en realidad no lo era. Protos andaba inmerso en la búsqueda de lo que sería el equivalente de la piedra filosofal para la calvicie. Aunque la investigación estaba bastante avanzada, el científico se había encontrado con ciertos problemas para los que precisaba alguien con conocimientos médicos y que, además, fuera una persona de su total confianza. Nadie era mejor que Tor.
Tor lo escuchó en silencio y con un gesto de duda en el rostro. Lo que le proponía su amigo suponía abandonar a sus pacientes y a Ayra. Además, creía que el problema de la alopecia no era tan grave como para dejar atrás su vida.
—Por lo menos prométeme que lo pensarás —insistió Protos.
Quedaron en volverse a ver en unos días.
Para su sorpresa, fue precisamente Ayra quien le insistió para que participara en el estudio:
—A ti te parecerá un chiste, pero no tienes ni idea de la cantidad de complejos que padecen los hombres cuando van perdiendo su cabellera. Yo como psicóloga los veo llorar todos los días en mi consulta. Y solo los que disponen de dinero se pueden dar el lujo de recurrir al trasplante. El día que se encuentre un tratamiento que acabe con la calvicie, se terminarán los llantos. Y no creas que solo afecta a los hombres, en menor medida también lo padecen muchas mujeres, pero ellas son más sufridas.
Así fue como Tor, cuando volvió a verse con su amigo, le confirmó su deseo de integrarse en el proyecto cuanto antes. Se despidió de sus pacientes y les presentó al médico que había elegido para sustituirle durante su ausencia, preparó una maleta con todo lo necesario y se trasladó a Bajarón, la ciudad en la que su amigo tenía el centro de investigación.
La jornadas de trabajo eran extenuantes y, muchas veces, descorazonadoras. Las diferentes causas que motivaban la caída del cabello, hacían que lo que era bueno para un tipo de calvicie no lo fuera para los otros. En varias ocasiones estuvieron a punto de darse por vencidos y solo la testarudez les hizo continuar con los ensayos.
Después de varios meses creyeron haber encontrado un elixir prometedor y Protos, sin pensárselo dos veces, se ofreció para hacer de conejillo de indias. A los diez días de utilizar el producto, cuando parecía que el ungüento empezaba a dar sus frutos en forma de pelillos minúsculos, a Protos le apareció un sarpullido que le producía unos picores insufribles en el cuero cabelludo. Había que descubrir la sustancia que provocaba esa reacción y, a falta de una idea mejor, lo hicieron mediante el método de prueba y error, eliminando cada vez uno de los ingredientes del producto.
Al final, después de mucho tiempo de trabajo, se vieron recompensados por la aparición de una cabellera sana y abundante en la cabeza de Protos. A la investigación siguieron los trámites burocráticos y las auditorías para que su producto, que llamaron Porfinpelucón, se pudiera comercializar.
Ni que decir tiene que Porfinpelucón no tardó en hacerse famoso y sus creadores en ser reconocidos y vitoreados en sus respectivas ciudades.
A pesar de que las calvas han dejado de verse por las calles, todavía hay algún nostálgico que de vez en cuando se rapa la cabeza.
Imagen generada con IA
Que relato más bueno 👍
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
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