La ventana indiscreta


El día que se fue la luz estaba sola en casa, preparando la cena. Dejé las judías verdes a medio trocear y busqué una vela que tengo siempre a mano por si acaso, aunque solo la he utilizado un par de veces en diez años. “Aprovecharé para acabar el capítulo de la novela que dejé a la mitad”, pensé, y fui a buscar mi libro electrónico, con el que puedo leer a oscuras. Me senté en mi rincón favorito junto a la ventana que da al patio interior del edificio que en esos momentos también estaba a oscuras. Justo enfrente, mis vecinos tienen una terraza, que yo siempre he envidiado, porque es espaciosa y está repleta de plantas crasas, buganvillas y hortensias. Lo único que no me gusta es la jaula situada en la parte derecha que, a pesar de ser bastante grande, tiene como prisioneros a dos agapornis de vivos colores que siempre revolotean inquietos.

Un resplandor hizo que levantara la vista. Las luces de la terraza se habían encendido y una pareja de mediana edad hablaba o discutía, no sé, porque gesticulaban y movían de forma enérgica los brazos arriba y abajo con los puños cerrados. Mi casa continuaba en penumbra y me sentí como James Stewart en La ventana indiscreta: podía ver sin ser vista. Seguí observando la escena sin perder detalle y hasta abrí un poco la ventana. Tenía que estar alerta por si se hacía necesario llamar al 112. Me llegaba el sonido de sus voces, pero no pude descifrar lo que decían. De repente el hombre lanzó lo que parecía un móvil contra el suelo, se dio media vuelta y entró en la casa. Para mi tranquilidad, no regresó. La mujer recogió los restos del móvil con gesto furioso y comenzó a caminar arriba y abajo al mismo ritmo que lo hacían los pájaros enclaustrados. A continuación se detuvo ante la jaula y miró a su alrededor. Luego, abrió la portezuela, agarró las dos aves y las lanzó por encima de la barandilla. Los loritos dudaron unos instantes, pero no tardaron en surcar el cielo para disfrutar de su inesperada libertad.

Volvió la luz y regresé a mi tarea. No me volví a acordar de los periquitos, hasta que unos días después en la panadería, oí a un vecino decirle a la dependienta, mientras le entregaba una hoja con la foto de dos pájaros que me eran familiares:

―¿Puedo colocar este aviso en el escaparate? Se han escapado de casa y mi mujer está muy triste y desconsolada.

No sería yo quien le dijera al hombre que lo de su esposa debía ser más bien sentimiento de culpabilidad.

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