Ambición desmedida

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Andrés no recuerda de quién partió la idea  de montar la Cooperativa hace casi cinco años cuando se quedaron en la calle, pero ahora se siente culpable por haber caído en la tentación de querer hacerse rico en poco tiempo. Eran cuatro amigos, en realidad más que amigos colegas, que trabajaban en una conocida multinacional de piensos para animales de granja. Todo iba aparentemente bien hasta que uno de los socios mayoritarios, una compañía americana, pensó que el mercado español estaba saturado y retiró su capital. El rumbo de la empresa quedó en mano de unos socios minoritarios con mucho empeño pero demasiado habituados a trabajar tutelados. Poco a poco el caos se fue instalando en la compañía, las ventas descendieron a mínimos nunca vistos y se vieron condenados a desaparecer.

En base a la formación y a la experiencia profesional de cada uno, acordaron que Andrés gestionaría las compras, Elías se encargaría de las ventas, Ramón se ocuparía de la parte administrativa y Pedro velaría por la buena distribución de los productos. Si a esto, además, sumaban la colaboración de algunos pequeños productores que ya conocían, el resultado sería una Cooperativa que suministraría a los ganaderos un pienso de calidad a un buen precio.

Los primeros tiempos, aunque difíciles, presagiaban una aventura de éxito. Consiguieron un buen número de cooperativistas entre los productores y los ganaderos respondieron con interés. Hacia el final del tercer año de funcionamiento, sin un motivo aparente, estalló la crisis. Fue como si el amuleto que les había acompañado hasta el momento hubiera perdido sus poderes. Comenzó un goteo de deserciones entre los cooperativistas, que abandonaban la batalla con las excusas más peregrinas, y en consecuencia las ventas empezaron a resentirse. 

Andrés intentaba justificar lo que estaba sucediendo ante sus colegas dándoles mil y un argumentos que estaban lejos de convencerlos. Sospechaban que Andrés ocultaba alguna cosa, por lo que iniciaron su propia investigación. Con persistencia y a base de ir tirando de la lengua a los productores, lograron averiguar  que la verdadera causa que estaba destruyendo estúpidamente lo que tantos esfuerzos había costado levantar era ajena al negocio.

La reunión trimestral del mes de marzo les brindó la excusa perfecta para encarar el problema directamente con Andrés. Después decidirían qué camino tomar.  Ese día Andrés, que de por sí no era muy hablador, llegó a la oficina más taciturno de lo habitual, como si presintiera que algo iba a ocurrir. La palidez de su rostro  y unas ojeras pronunciadas le daban un aire lúgubre. 

—¿Una mala noche, Andrés? —preguntó Ramón.

—Sí. No te puedes imaginar cuánto. Pero ahora ya estoy bien. No te preocupes.

Ramón sabía que no valía la pena insistir.  Andrés, con su hermetismo habitual, no soltaría prenda, por lo que abordó la cuestión sin paños calientes:

—¿Tus plantaciones no te dejan dormir, Andrés?

—¿Plantaciones? No sé de qué me estás hablando.

—Lo sabemos todo, Andrés. No hace falta que disimules. 

Con gesto enérgico Ramón lanzó sobre la mesa el puñado de fotografías que le habían facilitado algunos productores y en las que se podía ver el interior de unos almacenes plagados de plantas de marihuana. 

—Parece que los productores han acabado por averiguar que los espacios que te habían cedido a cambio de primas no eran precisamente para almacenar pienso, Andrés.
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