La dama de la bicicleta


Todavía no había amanecido completamente pero el cielo empezaba a clarear en el horizonte, anunciando el comienzo del día. A pesar de que era muy temprano, el movimiento iba tomando las calles perezosamente. Los barrenderos se afanaban en barrer las calles, los carros de la basura hacían su recorrido matutino y los repartidores de prensa lanzaban con fuerza los periódicos que caían con precisión en los portales. Lentamente, la ciudad iba cobrando vida y el bullicio invadía las plazas y avenidas. 

Nada hacía diferente ese día de cualquier otro. Así es que nadie se fijó en la dama de la bicicleta que recorría la calle Mayor. Montaba con gran habilidad a pesar de la larga falda de su vestido. La llevaba remangada y sujeta por debajo de las rodillas lo que le permitía un cómodo pedaleo. Su rostro y sus cabellos quedaban semiocultos por un sombrero que llevaba anudado por debajo de la barbilla. Parecía tener prisa. Si alguien se hubiera acercado lo suficiente hubiera oído como murmuraba: “no puedo fallar, tengo que conseguirlo; no puedo fallar tengo que conseguirlo”, como quien recita un mantra.

Dejó su bicicleta delante del banco de la Plaza Mayor y encaminó sus pasos hacia la entrada del banco. El botones le abrió la puerta con amabilidad y arrobamiento. No estaba acostumbrado a que entraran clientes femeninos y menos aún con esa belleza. 

―Necesito retirar dinero. ―Le dijo con determinación. 

―Tenga la amabilidad de pasar por la ventanilla número cuatro, ―le respondió el muchacho. 

La mujer se dirigió a la ventanilla y una vez allí, espetó sin más al cajero:

―Deme todo el dinero que tenga. Deprisa y sin chistar. ―Diciendo ésto le mostraba un objeto metálico sin extraerlo totalmente de su bolso. 

No lejos de allí, Matías oyó las campanadas de la iglesia que le anunciaban la hora de levantarse. Hacía tiempo que su enfermedad le impedía trabajar pero seguía madrugando y saliendo temprano de casa.  Se aseó, se vistió y se apresuró a salir. No sabía si su hija seguía durmiendo. No la había oído trajinar por la casa como otros días pero no quería despertarla.  

Siguiendo su rutina diaria se dirigió a la Plaza Mayor que, para su sorpresa, ese día era un hervidero de gente. Algo había alterado la habitual tranquilidad del lugar. Había policía por todas partes y se formaban corrillos en los que todos comentaban lo que dieron en llamar el “suceso”. Muchos aseguraban haber visto o conocer a la autora de este “suceso” puesto que, según decían, había sido una muchacha. Presa de curiosidad y aunque ahora ya no podía permitirse el lujo de comprar El Universal, Matías se acercó al quiosco y preguntó al quiosquero: 

—Buenos días Pascual, ¿sabe usted a qué es debido todo ese revuelo?

 Casi sin mirarle, más pendiente de lo que sucedía en el exterior que de atender a la clientela, el hombre le respondió:

—¿No se ha enterado Don Matías? Han atracado el banco de la plaza. Dicen que ha sido una muchacha. Parece ser que ha huido en una bicicleta.

Matías, sintió que le fallaban las fuerzas y el corazón parecía querer salirse de su pecho. De repente tuvo la imperiosa necesidad de regresar a casa. Murmuró una excusa de compromiso y con toda la rapidez que le permitían sus cansadas piernas emprendió el regreso. Al llegar, tal y como sospechaba, constató que no había rastro de la bicicleta que conservaba de los buenos tiempos. Consuelo había cumplido su amenaza. 


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