Amigas de la infancia


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El aroma del verano comenzaba a impregnar el aire, los exámenes llegaban a su fin y, ante la promesa cercana de las vacaciones, yo casi no podía contener las ganas de correr y saltar. En mi mente iba trazando el plan de lo que esos días de libertad serían para mí.  Junto con mi amiga inseparable, corretearíamos por el campo, disfrutaríamos de prolongados baños en la piscina o bailaríamos despreocupadamente al compás de nuestras canciones favoritas, y quién sabe cuántas cosas más.

No recuerdo con exactitud si era el primer o segundo día después de finalizadas las clases, pero sí recuerdo que era temprano. Acabábamos de desayunar y yo ya paseaba por el jardín, rodeada de geranios y rosas de brillantes colores. Esperaba con impaciencia a que mi vecina, Maggie Muller, se dejara ver del otro lado de la valla que separaba nuestras casas. No podía sospechar que el verano no iba a ser como yo lo había imaginado. 



Maggie había nacido cuando su único hermano estaba a punto de cumplir veinte años, lo que la convertía en algo muy parecido a una hija única. Por eso, sus padres se mostraban encantados con nuestra amistad y aprovechaban cualquier oportunidad para pedirme que fuera a su casa o que les acompañara en sus paseos. Yo, que tenía tres o cuatro meses más que ella y estaba resignada a ser siempre de los pequeños de mi familia, me sentía feliz de ejercer de hermana mayor. Rara vez era ella la que venía a mi casa y, cuando lo hacía, se sentía algo intimidada ante la troupe que formaban mis seis hermanos. Acostumbrada a la quietud de su casa, le costaba adaptarse al exceso de vitalidad de la mía.

En una de nuestras salidas, la Sra. Muller tenía que ir a la farmacia y aprovechó para pesarnos. En esa época no existían las balanzas electrónicas, esas que casi todos tenemos en casa hoy en día, así es que era bastante normal pesarse en la farmacia. Todavía no he olvidado la cara de sorpresa de la madre de mi amiga al comprobar que yo pesaba más que su hija. Ella estaba "hermosa", -como se decía antes para no decir directamente gordita- y yo, en cambio, era delgada como el palo de una escoba.

Durante el buen tiempo, me invitaban a bañarme en su piscina lo que era todo un lujo para mí. Era pequeña pero a mí me parecía una maravilla, excepto cuando venía el Rector de la parroquia y nuestro espacio de juegos quedaba reducido. Yo lo miraba con recelo y nunca llegué a entender qué hacía ese señor allí.




Ese día, como Maggie no se asomaba, yo intentaba llamar su atención con mi repertorio de canciones mal entonadas que taladraban sin piedad los oídos de todos los que estaban cerca. Especialmente los de mi madre que, desesperada por el concierto, no pudo más y se asomó a la ventana para decirme:

—Lucía, no insistas, hoy Maggie no puede venir. 

Cabizbaja y con el ceño fruncido enmudecí, entré en casa y me encerré en la habitación a la espera de un momento mejor para encontrarme con mi amiga. La misma escena se repitió dos o tres días más. Yo no entendía a qué se debía la desaparición de mi amiga. A mis insistentes preguntas, mis padres respondían con monosílabos y vaguedades. Nada aclaraba lo que estaba pasando.

Al cabo de varios días, mi madre decidió contarme lo que no sabía cómo decirme; por lo menos en parte. Al parecer, por obra y gracia de una discusión entre nuestros respectivos padres, Maggie ya no podría ser mi amiga. Las explicaciones fueron muy imprecisas y tajantes. Fue un gran terremoto que tambaleó mi vida dejándola desierta del calor de mi compañera. ¿Qué tenía que ver una discusión de nuestros padres con nuestra amistad?  No me quedaba más remedio que aceptar la nueva situación.    

Pasaba los días de un lado para otro de la casa como un gato encerrado que había dejado de maullar. Los geranios y las rosas habían perdido su brillo. No volví a cantar y, aunque mis hermanos agradecieron en parte ese mutismo, en el fondo sabían que no era una buena señal.

Poco a poco, a medida que transcurrían los días, y con la facilidad con que lo hacen todo los niños, me fui adaptando a la nueva situación y empezó a parecerme que las flores recuperaban su color.  Mi voz volvió a sonar en el jardín. El sol, el calor y una corta estancia en la playa hicieron el resto.

Muchas veces a lo largo de mi vida me he preguntado qué habría sido de Maggie.

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Comentarios

  1. Estupendo relato, Mariángeles, es una pena que las discordias de los padres arruinen las relaciones de los hijos. Real como la vida misma. Un saludo!

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    1. Muchaa gracias, Javier! Sí que es una pena y a veces sucede. Un saludo!

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  2. Respuestas
    1. Hola, Lluisa!

      Me alegra molt saber que t'agraden les meves històries. Moltes gràcies!

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