¿Quién dijo miedo?

 



Los meses pasan a toda velocidad y ese lunes volvía a ser treinta, concretamente treinta de octubre. El cielo estaba gris y presagiaba lluvia. Así es que Rogelio se enfundó la gabardina, se caló la gorra negra que lo acompañaba siempre en sus salidas y agarró un paraguas. No fuera a ser que la lluvia lo pillara desprevenido.

Aunque sus hijos, y hasta sus nietos, habían intentado introducirlo en el mundo de la tecnología, a él no le interesaba. No quería oír hablar de tarjetas de crédito y otras zarandajas de este tipo, como las llamaba él. Así es que cada treinta o treinta y uno de mes, se dirigía con pasos titubeantes hasta la sucursal bancaria donde le ingresaban la pensión. Sacaba el dinero que preveía gastar durante el mes y regresaba a su casa. A los chicos no les hacía mucha gracia, y el tiempo les daría la razón.

Como si se tratara de un supermercado, ese día en el banco estaban repartiendo números con el turno. A Rogelio le tocó el veintiocho. Pasaría un buen rato hasta que le pudieran atender. Miró a su alrededor, buscando dónde descansar sus huesos, pero con tanta gente era impensable conseguir un asiento. No le quedó más remedio que apoyarse en la columna más cercana, lanzando un suspiro de resignación.

El marcador iba saltando de número en número con una parsimonia exasperante y, cuando Rogelio comenzaba a impacientarse, el sonido de una campanilla interrumpió el curso de sus pensamientos. Lo que vio le hizo abrir y cerrar la boca varias veces sin alcanzar a emitir sonido alguno. Miró el calendario para cerciorarse de que no estaba equivocado y que todavía quedaban casi dos meses para la Navidad. Delante de él un Papa Noel blandía en una mano una campanilla y en la otra lo que parecía una escopeta de caza. Al grito de "esto es un atraco", disparó al aire, corrió hacia la caja y golpeó con fuerza el mostrador, le entregó un saco al cajero, y rugió:

¡Eh, tú! Ya me estás llenando esta bolsa con todo lo que haya en la caja. ¡Sin rechistar!

Se hizo un silencio sepulcral. Algún espabilado aprovechó la confusión para salir huyendo. Los más se convirtieron en estatuas. El empleado del banco, con mano temblorosa, abrió el cajón donde se guardaban los billetes para las cantidades menores. Comenzó a llenar el bolsón mientras con el pie trataba de alcanzar el botón de alarma.

No hubo tiempo para mucho. Rogelio, con una agilidad impensable, cogió su paraguas, se abalanzó sobre el atracador por la espalda y lo descargó con furia una y otra vez. El factor sorpresa fue definitivo: el falso Papa Noel perdió el equilibrio, dio con sus huesos en el suelo y, con el impacto, la escopeta salió disparada.

El guarda jurado, que nadie había visto hasta ese momento, se hizo con el arma que, por suerte, resultó ser de fogueo, y se apresuró a retener al asaltante.

Un aplauso resonó por toda la oficina. El acuerdo fue unánime a la hora de cederle el turno a Rogelio, quien ni él mismo se creía lo que acababa de suceder. Por primera vez en su vida pensó que quizás sus hijos tenían razón.


Imagen de Al Kwarismi Wirawan en Pixabay

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Comentarios

  1. Que bueno Mar, me has sacado la primera buena carcajada del día, voy en el tren y me miran y en los ojos noto que sonrien. Que te llene de satisfacción, este hecho. ¡Genial! Sin más.

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  2. No sabes lo feliz que me hace haberte provocado esa carcajada matinera. Una buena forma de comenzar el día.

    María, muchas gracias por dedicarme tu tiempo y comentar mi relato.
    Un abrazo

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