Imprevisible

 


A Eric Subirats esta noche le toca patrullar con su jefa y exnovia, la sargento Samanta Villanueva. No es la primera vez, pero tampoco le molesta demasiado. En el fondo todavía conserva la esperanza de poder recuperarla. Sentados en el coche patrulla, comentan las últimas películas que han visto, mientras se calientan con el tercer café de la noche. Como cosa rara, está siendo una guardia tranquila. Ellos prefieren la acción porque hace que el tiempo pase con mayor rapidez. Pero todo puede cambiar en cualquier momento. De hecho, la radio irrumpe en la monotonía cuando ya no lo esperaban.

—Se está produciendo un 945 en la calle Buenaventura número 325. Una vecina del edificio ha oído los gritos de alguien pidiendo socorro.

Los agentes no están lejos del lugar indicado, así es que se dirigen hacia allí a todo prisa. Llegan en pocos minutos y una vecina, que dice ser la que ha avisado al 112, se encarga de señalarles el piso de donde proceden las voces implorando auxilio. Llaman al timbre y por un instante se hace el silencio. Tras unos segundos que les parecen interminables, se oyen unos pasos titubeantes y la puerta se abre. Un anciano con un pijama de rallas y unas pantuflas desgastadas repite entre tartamudeos:

—¡Me quiere matar! ¡Me quiere matar! ¡Me va a matar a disgustos!

A pesar del frío y la corriente de aire que se ha creado, el hombre está empapado de sudor y se va trastabillando hacia el fondo del pasillo que está en penumbra. Los agentes lo siguen y no tardan en descubrir el origen del desasosiego del hombre: al final del corredor, subido sobre el alféizar de una ventana abierta de par en par, un joven parece a punto de saltar al vacío.

Lejos de sentirse amilanado por la presencia de los agentes, el muchacho se enfrenta a ellos en todo airado y moviendo los brazos de forma amenazante:

—¿Y a vosotros quién os ha pedido que os metáis en nuestra casa, eh? Abuelo, ¿has sido tú? ¿Me despiertas con tus alaridos y encima haces venir a la “poli”? ¡Si es que me va a dar algo! ¡Ya os podéis largar!

—Tranquilo, tranquilo, muchacho. Tu abuelo no es el que nos ha avisado. ¿Nos puedes decir cómo te llamas? —dice Samanta, utilizando su tono de voz más seductor y alzando la mano derecha como queriendo detener al chico.

—¡Muchacho! —ruge el joven—. Que sepas que estoy a punto de cumplir veinte ya. Y me llamo Salva. ¿Qué pasa? ¿Que ahora es delito salir por una ventana? ¡Que solo voy a recuperar las pastillas que ha tirado el viejo, joder!

—Salva, tranquilo que lo único que queremos es ayudarte —continúa Samanta, siempre en tono conciliador—. No pasa nada. Ya recuperaremos la medicina de tu abuelo de otra manera. Saltar por la ventana quizás no sea una buena idea. ¿No te parece? Piensa en tu abuelo, que está muy angustiado.

Mientras la sargento y el joven hablan, el otro agente, amparado por la oscuridad, se ha ido acercando muy despacio. Cuando está lo suficientemente cerca, agarra al joven de un brazo. Pero Salva se zafa con facilidad y se precipita al vacío.

Eric se lleva las manos a la cabeza en un gesto de impotencia y permanece en esa postura como si, al igual que la mujer de Lot, se hubiera convertido en una estatua de sal.

La sargento, maldice y suelta unos cuantos tacos y murmura entre dientes:

—Ya veo que en la cama no es el único sitio en el que fallas.

Sacude a su compañero por los hombros y añade, ahora alzando la voz:

—¡Maldito Eric! Ya casi lo tenía. No te quedes ahí parado y llama a una ambulancia. ¡Y reza para que no muera el chaval!

El abuelo sigue con sus lamentos pasillo arriba y abajo, mesándose el poco cabello que le queda, hasta que el agotamiento le obliga a caer rendido en el sofá.

El agente Subirats, con gesto cansino, hace la llamada pertinente mientras dice entre dientes:

—Te he oído, Sam. Ya hablaremos de esto cuando no estemos de servicio.

Por raro que parezca, no se han asomado a la ventana. Parece como si quisieran huir de la cruda realidad. Solo cuando suena la sirena de la ambulancia reaccionan y, entonces sí, miran hacia abajo. Casi se mueren del susto cuando oyen una voz que ya no les es desconocida:

—¡Vaya! ¡Por fin! Me preguntaba cuánto ibais a tardar en venir a ver cómo me había despanzurrado ¡ja ja ja!

Mientras dice eso Salva agita la caja de Orfidal que sostiene en su mano izquierda.

—¡Que no! ¡Que no soy un fantasma, coño! Si os hubierais molestado en mirar por la ventana habríais visto el tejadillo que une nuestro piso con la casa de al lado.


Imagen de RD Law @ Pixabay




Comentarios

  1. Muy bueno, no es buena idea poner a patrullar a dos ex, se diatraen com facilidad… 😂

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    1. ¡Muchas gracias, Juan Antonio! Ya te digo, al final es difícil no mezclar los sentimientos con el trabajo, je je je.

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