Frustración




María suspiró, estaba preocupada y triste. Sabía que le causaría un gran dolor a la persona a la que más quería. La angustia la consumía pero estaba absolutamente decidida. Las cosas no iban a ir como las tenía previstas su madrina. Desde que había conocido a Paco su vida había dado un vuelco, y lo que antes le había parecido un buen proyecto ya no se lo parecía.   

María era consciente de que se lo debía todo a su tía Gimena. Su madre había muerto al dar a luz y su padre, Jacinto, se sintió incapaz de hacerse cargo de ella. Tenía un sueldo mísero que a duras penas le alcanzaba para pagar el alquiler de una habitación minúscula. Todo hacía presagiar que María acabaría en la inclusa. 

Por suerte para la niña, Gimena, que en esa época, era una solterona que ya había pasado de largo los treinta, no se lo había pensado dos veces y se había ofrecido para hacerse cargo de ella. Sabía que nunca se casaría y su situación económica era desahogada. Había heredado de sus padres una casa señorial y contaba con recursos para vivir cómodamente. Conseguiría un ama de cría para María y la educaría como le hubiera gustado hacer con una verdadera hija.

Gimena era muy religiosa y había educado a su protegida con el secreto deseo de que, cuando alcanzara la edad pertinente, entrara en un Convento. El día en que María, con apenas once años, le confesó que tenía vocación, sintió que sus esfuerzos se habían visto recompensados. Vería sus sueños hechos realidad en la persona de su ahijada. Durante los años siguientes, Gimena se centró en reunir una dote digna para su sobrina; era un requisito indispensable para ser aceptada en cualquier Convento.  

Siguiendo la costumbre de la época, se convino que María ingresaría en el Convento el mismo día en que cumpliera los quince años. Ya quedaba poco. Los preparativos estaban en marcha y el ajuar de la futura novicia quedaría listo en pocos días.

Llegó el gran día y Gimena, como le gustaba hacer  los días festivos, acudió a despertar a María, pero encontró la habitación vacía. La cama estaba hecha como si no hubiera dormido allí. Al principio, creyó que todo era una broma de María;  seguro que estaba recordando su antigua costumbre de la niñez cuando se escondía obligándola a buscarla por todos los rincones de la casa. Pero los minutos corrían y María no aparecía por ningún lado.  Revisaron el cuarto de la plancha, el cobertizo en el que jardinero guardaba sus herramientas, la despensa, todos los armarios. Fue inútil.

Gimena estaba al borde del llanto.  En su desespero tuvo una idea: seguro que había ido a misa de ocho para así despedirse de su confesor. La encontraría allí. Con paso apresurado se dirigió a la Parroquia.  Se hallaba ya cerca, cuando  le pareció oír los acordes de una música que no le era desconocida.  “Sí, sí, se dijo, ¡Es una marcha nupcial!” Apresuró el paso, desconcertada porque era raro que se celebrara una boda un domingo a tan temprana hora. De pronto, la puerta de la iglesia se abrió de par en par y apareció María del brazo del hijo del jardinero. La pareja estaba radiante, completamente ajena a nada que no fuera su propia felicidad. De pronto, se oyó un grito desgarrador. Al levantar la mirada pudieron ver que Gimena caía desplomada como si la hubiera fulminado un rayo.

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Comentarios

  1. Un relato ejemplar, Mariangeles, estos arrepentimientos de última hora y bruscos cambios de parecer causan toda clase de sofocos, desmayos y disgustos, espero que Gimena sepa perdonarla porque María no le pertenece ni a ella, ni a Paco, ni a Dios, ejerció su libre albedrío y a vivir se ha dicho.

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    1. ¡Muchas gracias, Javier! Efectivamente nadie pertenece a nadie y ni siquiera los que tenemos hijos tenemos derecho a influir en sus elecciones.
      Un saludo,

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