Por qué no es una buena idea ver películas de terror antes de ir a dormir



    A Felipe le encantan las películas de terror. Pero su mujer, Paula, no las soporta. Así que Felipe espera a que ella asista a alguno de sus congresos médicos  para celebrar en solitario lo que él llama “la noche del terror”. Hoy es uno de esos días y ni él sospecha lo cierto que va a ser.

    No se molesta en cocinar, llama a una de esas plataformas que sirven comida a domicilio y se hace traer una pizza familiar con todos los ingredientes adicionales posibles. Saca de la nevera dos cervezas y se arrellana en el sofá frente al televisor. Va a ver un filme que le han recomendado: “Arrástrame al infierno”. El título promete.

    A decir verdad, la cinta no le decepciona y, por lo menos, un par de veces da un brinco en el sofá. Todavía con el pulso a toda pastilla, deja sobre la mesa los restos de pizza y las botellas de cerveza vacías -por no hablar de las migas que se acumulan en el sofá-, y se va a dormir.

    Pero no puede conciliar el sueño. En su retina se proyecta una y otra vez la angustiosa escena del garaje, pero esta vez el protagonista es él. ¿Por qué eligen siempre los aparcamientos solitarios como escenarios del miedo? Después de dar muchas vueltas, logra dormirse. De pronto, suena un portazo seguido del chasquido de un cristal roto. Felipe da un bote en la cama y mira la hora en el móvil: las dos y cuarto.  Siente cómo la piel se le eriza. Busca a tientas el interruptor de la luz.  Enseguida cambia de opinión: “mejor que quien sea no vea luz. Me iluminaré con el móvil”, piensa. Por si los cristales rotos, se calza las zapatillas que siempre deja al lado de la cama. Mira a su alrededor buscando un objeto contundente.  “El jarrón servirá”, se dice. Con el móvil  en una mano y su improvisada arma en la otra se encamina hacia el pasillo. 

    Avanza con sigilo. Ve una tenue luz que se filtra por la ventana del salón. Las cortinas se mecen movidas por el viento. Hace mucho frío. “Paula se ha dejado la ventana abierta”, se dice, olvidando por un momento que está solo. Felipe no es precisamente un peso ligero y, a su paso, el parqué lanza un quejido. Entra en el salón y tropieza con la mesa. Suelta un alarido de dolor capaz de despertar a medio vecindario. Las botellas de cerveza ruedan por el suelo. Una de ellas está rota. Camina con cuidado de no pisarla.  Una masa negra cae con fuerza sobre su espalda; luego, suena un maullido; la masa se aleja por el patio interior a toda velocidad. “¡Maldito gato! Otra vez, el vecino ha dejado que se escape.”  Lanza un suspiro. Quizás ahora sí que podrá dormir.

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