El honor ante todo

 

El sol comenzaba a despuntar por detrás de las montañas y el Parque de la Alameda, habitualmente bullicioso, permanecía solitario y en silencio. Al fondo, donde el jardín se confunde con el valle lindante, unas figuras negras, apenas visibles en la semioscuridad, se preparaban para celebrar un duelo al primer disparo. Los contendientes comprobaban las armas que serían utilizadas. Mientras, los padrinos trataban de mediar para conseguir, in extremis, una satisfacción sin armas.

El ofensor, Romualdo hijo menor del Barón de Arganzuela, había conocido a Carolina, hermana de Benigno de la Vega, Conde de Tejón, en una fiesta y, desde el primer momento, cayó perdidamente enamorado de ella. La seguía a donde quiera que fuera para hacerse el encontradizo con cualquier excusa. Quiso la mala suerte que, el día en que se produjo la supuesta ofensa, el Conde, que regresaba de una de sus correrías nocturnas que se habían prolongado hasta muy entrada la mañana, sorprendiera a Carolina en actitud cariñosa con el joven sin ninguna compañía que salvaguardara la reputación de la doncella. El azar había propiciado que la acompañante de la joven se detuviera un momento a hablar con un familiar, dejándolos a solas por unos minutos. Era más de lo que el sentido del honor y de la honra de Benigno podía permitir.

El ofendido Conde de Tejón no parecía dispuesto a zanjar pacíficamente lo sucedido. Defendería la honra de su hermana Carolina, que ese petimetre había osado mancillar, hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, se rumoreaba que más que el buen nombre de la joven lo que preocupaba al Conde era que lo sucedido ahuyentara a los posibles, y adinerados, pretendientes. Benigno, mientras que en sociedad se jactaba de ser un fiel cumplidor de la moral más estricta, en privado sentía una gran afición por frecuentar las tabernas de dudosa reputación y por llevar una vida un tanto disipada.


Una vez revisadas las armas, los caballeros procedieron a elegir la pistola con la que se batirían. A continuación, se situaron espalda contra espalda y a una señal de los padrinos comenzaron la marcha. Contarían veinte pasos, y se girarían para disparar. La suerte estaba echada. El ambiente era tan tenso que se hubiera podido cortar con un cuchillo. De pronto, el relincho y el golpeteo de los cascos de un caballo a todo galope rompieron el silencio. Los duelistas perdieron la concentración. Primero sonó un disparo y en seguida un segundo. Uno de los adversarios cayó al suelo. El joven Romualdo, todavía con la pistola humeante apuntando al cielo, miraba al Conde sin comprender cómo este había acabado disparándose en su propia pierna.

La amazona inesperada descendió del caballo con rapidez y se acercó corriendo a los contrincantes. Tras comprobar que su amado Romualdo estaba sano y salvo, lanzó un enorme suspiro. Miró de soslayo a su hermano que, todavía en el suelo, se retorcía de dolor.


Imagen de Momentmal en Pixabay 

Safe Creative #2102076854780

Comentarios

Entradas populares

La espera

Imaginación

Amor al arte

Sanación

Crónica de un viaje atípico

La amenaza