El retrato

Villa de Leyva, Colombia
 

    Sus ojos verdes cargados de picardía contemplan a Marisa desde la pared del comedor. ¿Qué edad tendría? No lo sabe con certeza, pero no más de cuatro o cinco años. A pesar del tiempo transcurrido, cada vez que pasa por delante del retrato se pregunta que habrá sido de él.

    Pedro y Marisa viajan con cierta frecuencia a Colombia para visitar a la familia de Pedro y, un vez allí, aprovechan para hacer un poco de turismo. Ese día, pasean por las calles de Villa de Leyva, teniendo cuidado de no tropezar con los cantos rodados que tapizan sus calles y que dificultan la marcha. Las casas blancas con las puertas de diferentes colores y sus balcones llenos de buganvilias les transportan a otra época. Todavía no han planificado lo que harán el día siguiente. En el hotel les han dicho que, a apenas ocho kilómetros de la ciudad, hay un convento que vale la pena visitar. Se trata del Monasterio del Santo Eccehomo construido en el siglo XVII por los monjes dominicos, ejemplo de construcción colonial. A los dos les parece una buena idea; disponen de tiempo y, además, tienen un carro que el hermano de Pedro les ha prestado.

    A la mañana siguiente, emprenden la marcha. La carretera, si se le puede llamar así, es sinuosa y con muchos baches por lo que no les queda más remedio que ir muy despacio. No les molesta. Como contrapartida, pueden disfrutar sin prisas de un bonito entorno repleto de robles y olivos que recuerda a algunos paisajes mediterráneos.

    A mitad de camino, en un recodo, lo ven. Lleva una gorra a rayas multicolores de la que asoma un flequillo trigueño y una cazadora blanca con mangas azules. Sus diminutos pies llaman la atención por el color de las lazadas de sus bambas desgastadas, una azul y otra roja. Sostiene a dos manos un plato hondo con piedras de formas caprichosas y fósiles de pequeños moluscos. Detienen la marcha, le saludan sonrientes y le preguntan cómo se llama. El niño clava la mirada de sus ojos verdes en la pareja que se siente hipnotizada por la intensidad que transmite. Con un chapurreo infantil repleto de modismos locales les dice que se llama Juan Camilo y que vive en un ranchito no lejos de allí. Añade que ayuda a su hermano mayor a vender piedras y fósiles para sacar unos pesitos. Contra la opinión de Marisa, Pedro cree que no es una buena idea darle dinero. Por eso, le prometen que le traerán un regalo a su regreso del Monasterio. Juan Camilo sonríe con picardía y, cuando le proponen hacerle una foto, posa encantado como si lo hubiera hecho toda la vida.

    El resto del camino lo hacen en silencio. Los muchos años de convivencia hacen que ambos sepan lo que está pensando el otro. La visión del niño les ha conmovido porque les ha recordado lo desigual que es el destino de las personas. Y, sin embargo, no han visto ningún atisbo de tristeza en la mirada del crío.

    La visita al convento colma con creces sus expectativas. Se respira una paz indescriptible y, mientras recorren los silenciosos claustros y contemplan las obras de arte de su capilla, no dejan de pensar en el niño. Al salir encuentran una tiendita muy cerca del Monasterio, que les permitirá cumplir con lo prometido. Compran galletas, dulce de leche y unos caramelos de miel.

    Inician el viaje de vuelta con la ilusión de entregar su regalo a Juan Camilo. Pero, cuando llegan al lugar del encuentro, comprueban decepcionados que no hay rastro del pelao, como llaman allí a los chiquillos. Sin embargo, el niño ha dejado su cazadora encima de unas piedras como testigo de su presencia. Aunque se perderán la reacción de Juan Camilo, dejan el paquete junto a la chaqueta con la esperanza de que lo encuentre allí.

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