Lealtad ante todo

 



Unidas por la amistad desde la infancia, Raquel y Eva ya habían perdido la cuenta de las confidencias y aventuras que habían compartido. Había una cosa que tenían claro: no habría lugar para la traición en su relación, serían leales toda la vida.

Habían compartido colegio, vacaciones, amistades, fiestas y, ahora, los estudios universitarios. Estaban tan unidas que algunos pensaban que eran hermanas. Tampoco es que no tuvieran desacuerdos. A veces discutían sobre cosas de poca importancia, que ellas se tomaban muy a pecho, como aquella vez en la que no llegaron a ponerse de acuerdo sobre si los árboles del tamarindo eran de hoja caduca o no. Pero la mentira y la deslealtad no eran una opción. Ellas no iban a hacer como Ana que presumía de ser la mejor amiga de Isabel y no había tenido ningún escrúpulo en enrollarse con el novio de esta última. O como cuando Julia le decía a -según ella- su mejor amiga que su padre estaba siempre de viaje porque era diplomático y, en realidad, estaba en la cárcel cumpliendo condena por maltratar a su madre. Sin olvidarse de Susana, que no había dudado en plagiar el trabajo de Marina y presentarlo como propio. Ellas eran el ejemplo de lo que Raquel y Eva nunca harían.

Un invierno, las dos amigas se sumaron a una salida de fin de semana de esquí con con sus compañeros de universidad. Escogieron con cuidado su equipaje sin olvidarse de incluir, junto a la ropa de abrigo, un par de vestidos ceñidos y atrevidos para las salidas nocturnas.

Ellas, como no eran precisamente expertas en el arte de los deportes alpinos, buscaron un monitor que les enseñaran a descender por las pistas sin hacer demasiado el ridículo. Así fue como conocieron a Carlo. El joven desató la inmediata admiración, y algo más, de ambas amigas. Y no era para menos. Carlo era un italiano de tez bronceada y ojos de un azul profundo que combinaba a la perfección con una mata de pelo rubio y ensortijado que pugnaba por escapar de su gorro de lana. A pesar de lo muy solicitado que estaba, se las ingeniaron para conseguir ser las primeras en su lista de clases de esquí.

Fue precisamente ese fin de semana cuando la fidelidad de las amigas comenzó a debilitarse. De pronto, sintieron la necesidad de comenzar un entrenamiento periódico. Subirían a La Molina todos los fines de semana; concretaron horarios con Carlo y todo quedó establecido para iniciar su nueva aventura blanca.

Un día, Raquel le confesó a Eva que el monitor de esquí le quitaba el sueño y Eva hizo ver que el sentimiento recién estrenado de su amiga no le importaba. Nada hacía pensar que la armonía pudiera romperse. Cada día descendían con más agilidad las pistas verdes. Pronto pasarían a las azules y, con un poco de suerte podrían finalizar la temporada atreviéndose con las rojas. Eran días intensos: nieve y naturaleza durante el día; fiesta, copas y música por las noches. Y los monitores no faltaban nunca cuando de fiesta se trataba. Carlo parecía no darse cuenta de las miradas insinuantes de Raquel y solo tenía ojos para Eva. Y Eva... Eva, aunque no lo había confesado, perdía la cordura por él.

Llegó el final de la temporada y con él, la consabida fiesta de despedida. Un velo de nostalgia parecía cubrirlo todo a pesar de que se habían propuesto disfrutar hasta el último minuto. En los altavoces retumbaban los últimos éxitos de la música dance. Los cubatas y los gin-tonics se servían sin descanso y en la pista de baile no cabía ni un solo alma más. Comenzó a sonar la canción favorita de Raquel y Eva, esa que siempre bailaban con una coreografía creada por ellas. Raquel instintivamente, buscó a su amiga en medio del gentío que atestaba la discoteca pero no la pudo ver por ninguna parte. "Estará en el servicio", pensó y corrió en su búsqueda. Y entonces fue cuando estalló la tormenta. Allí estaba Eva, amparada en la oscuridad del pasillo, sumergida en los brazos de un hombre cuyos cabellos ensortijados no dejaban lugar a dudas.


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