Crónica de un viaje atípico



Imagina un viaje en el que todo va sobre ruedas, en el que visitas paisajes de una belleza extrema y disfrutas de puestas de sol inolvidables. Imagina que viajas con tu pareja en un 4x4 y dispones de los servicios exclusivos de un guía que, además, es un conductor experto capaz de solucionar cualquier eventualidad que se pueda presentar en el camino. Es imposible, ¿verdad? Una utopía. Al final algo tiene que torcerse. Impepinable

Pues esto es lo que sucedió y, aunque se diga que a los narradores de historias nos gusta añadirles un poco de salsa, en este caso, cualquier tipo de aliño era del todo innecesario.

Después de cuatro días de recorrer las desérticas y hermosas tierras de La Guajira, situadas al noreste de Colombia y bañadas por el mar Caribe, nos dirigimos a Palomino con el propósito de dar un merecido descanso a nuestros traqueteados esqueletos. Este es un pueblo costero muy turístico repleto de coloridos hospedajes, restaurantes y tiendas de artesanías. Abundan los chiringuitos que bordean una playa tan larga como agreste, interrumpida en algunos tramos por unos llamativos espigones construidos a base de neumáticos gigantes. El oleaje del mar que la baña es tan fuerte que convierte el disfrute de sus aguas en una actividad de alto riesgo. Por este motivo, y como septuagenarios que somos, nuestra distracción principal consistió en dar largos paseos por la arena, eso sí bien protegidos del sol con camiseta, sombrero y gafas.

Los días de relax volaron y llegó el momento de regresar a Bogotá. Como estábamos a 73 kilómetros del aeropuerto de Riohacha, habíamos contratado con antelación los servicios de un VTC1. Ya teníamos el equipaje listo y solo faltaba que llegara nuestro coche, cuando sonó el móvil de mi marido.

Patrón, qué pena con ustedes, pero no podré llegar a Palomino a recogerlos. Verá, se ha presentado un inconveniente: la vía está cortada en Río Ancho por una manifestación —dijo el conductor con cierto tono de pesadumbre—. Pero no se afanen que no van a perder su vuelo. Ya contraté un taxi local para que los traiga hasta la zona del bloqueo y una vez allí haremos el cambio de carro a pie.

No teníamos alternativa, así que cruzamos los dedos confiando en que pudiéramos llegar a tiempo. Nos sentamos a esperar el taxi que no tardó demasiado. Era un Chevrolet amarillo, un tanto desvencijado, cuyo conductor nos saludó en lengua wayuu:

¡Anaas alikaa! Soy Aurelio y yo les voy a acercar hasta Río Ancho con mucho gusto.

Nos ayudó a cargar las maletas y, ya más tranquilos, iniciamos el recorrido de regreso por las polvorientas calles de Palomino. Cuando faltaba poco para llegar a la carretera, Aurelio se detuvo a saludar a una conocida suya que iba en compañía de un joven que, por el parecido, supusimos que era su hijo. La mujer le explicó que se dirigían al hospital que hay a medio camino entre Palomino y Río Ancho y que no encontraban ningún tipo de transporte que los acercara hasta allí. Aurelio se ofreció a llevarlos, no sin antes preguntarnos si teníamos algún inconveniente.

Estaba claro que nuestro viaje iba a ser de todo menos convencional y mi marido y yo permanecíamos a la expectativa en silencio. De repente, oí el gorjeo de algún tipo de ave. Con inquietud, comprobé que las ventanas del coche estaban cerradas y que no había ningún bicho fuera de control en el interior del vehículo. Encima, nadie más daba signos de haber oído nada. Lancé una mirada interrogativa a mi marido y, al hacerlo, lo vi. Una cabeza en la que todavía escaseaban las plumas emergía del bolso de nuestra acompañante. Superado el asombro del primer momento, tuve que esforzarme a fondo para no soltar la carcajada que me provocaba ver al pobre animal intentando sacar la cabeza, sin duda, en busca de un respiro. Menos mal que, en pocos minutos, llegamos al hospital y la señora, su hijo y el pollo se llevaron la música a otra parte.

Pensábamos que ya no podía ocurrir nada más, cuando una alarma silenciosa sonó en nuestras cabezas. Había algo que se nos había escapado. Si el tráfico estaba detenido, los coches y las tractomulas (así llaman a los tráileres en Colombia) se habrían ido acumulando en la carretera lo que haría imposible llegar en coche hasta el inicio del atasco. ¿Tendríamos que recorrer los kilómetros restantes, los que fueran, a pie cargados con el equipaje?

Aurelio, ajeno a nuestras cavilaciones, permanecía enganchado a su móvil. Intuíamos que hablaba con el conductor que nos esperaba al otro lado del bloqueo y lo poco que podíamos entender nos tenía en alerta.

Sí, sí, Héctor. Las motos ya llegaron y los chicos nos están esperando. No nos demoramos más de cinco minutos —decía el hombre.

Mi marido y yo nos miramos inquietos.

No estarán pensando en mandarnos en moto, ¿no? —dije en un susurro para que no me oyera el conductor.

Lo íbamos a averiguar muy pronto.

Llegó el momento inevitable en el que el taxi se vio obligado a detener su marcha. Era imposible seguir avanzando. En unos segundos, dos jóvenes morenos abordo de sendas motos se colocaron a nuestro lado. Iban equipados como para jugar un partido de fútbol, excepto por las zapatillas, que eran unas deportivas corrientes de un color que alguna vez debió ser blanco. Ni que decir tiene que los muchachos iban a cabeza descubierta porque, ¿qué utilidad tendría el casco con el calor que hacía? ¡Faltaría más! Eso sí, se hicieron cargo de nosotros y de nuestro equipaje con rapidez.

Y allí estábamos, cada uno en una moto, por supuesto, también con las melenas al viento y las maletas a cuestas. La mía era pequeña y el chico se la colocó sobre las rodillas y yo me libré de ella. Por el contrario, a mi marido le tocó llevarla a él y, como era más grande, el pobre estaba hecho un lío y dudaba entre sujetar la maleta o agarrarse al motorista para no caerse.

Que sepas que me voy a morir de miedo —le dije al joven antes de subirme al “caballo mecánico”.

Tranquila, doñita, que iré despacito —me respondió sonriente. No sé si la situación le resultaba tan extraña como a mí, pero creo que no.

Y comenzamos la peregrinación circulando por la izquierda y sorteando a los vehículos que, hartos de esperar, optaban por dar media vuelta.

En el fondo, tengo que reconocer que de lo que me estaba muriendo, en realidad, era de risa al pensar en lo caricaturesco de la situación. Hubiera pagado por ver la cara de nuestros hijos de habernos visto: a nuestra edad, en moto, con maletas, sin casco y esquivando coches. ¡Vaya escándalo!

Yo, que iba delante, no osaba mirar hacia atrás para ver la cara de susto que, casi con toda seguridad, debía llevar mi marido. En menos de un cuarto de hora ya habíamos llegado a nuestro destino. Lo difícil fue bajar de la moto —se notaba mi falta de práctica-, pero al final lo conseguí con cierta dignidad.

Allí nos esperaba un hombretón enorme, de aspecto imponente, que se hizo cargo de las dos maletas, como quien recoge dos plumas de ganso. Nos condujo a su vehículo, este sí moderno, con aire acondicionado y una comodidad que nos estaba haciendo falta.

Por fin, con una puntualidad más británica que colombiana, llegamos al aeropuerto de Riohacha a tiempo de confirmar que nuestro vuelo había sido cancelado por quiebra de la compañía aérea, Viva Air. Pero eso es otra historia.

1Vehículo de transporte con conductor

Fotografía de @mapraty

Imagen generada con IA


Comentarios

  1. Wuau que valientes, me da miedo sólo leerlo, gracias a Dios todo salió bien 👏

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Muchas gracias, amig@! Nadie nos preguntó, asi es que no quedaba más remedio. Fue divertido.

      Eliminar
  2. Que gracia. Normal para la vida Colombiana increíble en otro mundo. La verdad no me los imagino sobre las motos. Abrazos y me encanta la visión que le das a las historias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu lectura y comentarios. La verdad fue muy sorprendente y divertido 😃. Un abrazo, Ilva

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares

Reencuentro

Fantasmas

Imaginación

Recordando a mi abuela

Amor al arte