¿Celos o envidia?

 

El verano estaba en su apogeo y yo me sentía feliz por cómo transcurrían mis vacaciones. Aunque pasaba por esa etapa de transición en la que eres demasiado mayor para algunas cosas y demasiado pequeña para otras, por fin había conseguido tener mi propio grupo de amigos. Eso sí, con la intervención de mis padres, ya que dos de las chicas eran hijas de unos conocidos de ellos. Y es que, a pesar de que tenía y tengo seis hermanos, por edad no encajaba con ninguno, ni por arriba ni por abajo.

El hecho de estar en un pueblo de playa pequeño, por aquel entonces no demasiado turístico, me proporcionaba cierta libertad de movimientos y eso me hacía sentir casi adulta con mis recién estrenados catorce años. Con mis nuevos amigos, podía disfrutar de largos paseos por la playa, ir a bucear, ir a coger mejillones, acudir a las sesiones de cine al aire libre por la noche y hasta participar en los primeros guateques de mi vida.

Nunca olvidaré el momento. Ese día estaba deseando que llegara la tarde, porque íbamos a celebrar el cumpleaños de Roberto, el guaperas del grupo. Lo era, sin lugar a dudas, y ello a pesar de que las secuelas de una poliomielitis le hacían cojear de forma ostensible. Dejando de lado su pierna enferma, tenía un físico atlético envidiable, no sé si por naturaleza o porque su discapacidad le había obligado a suplirla con mucha gimnasia. Además de ser rubio, tenía unos increíbles ojos color mar y una piel bronceada que lo hacía irresistible. Lo que yo no sabía es que las cosas no iban a seguir el rumbo de mis sueños.

Siempre suelo cambiar el nombre de las personas reales que aparecen en mis historias, pero en esta ocasión no lo voy a hacer. A ver si esa bruja, donde quiera que esté, se siente interpelada o, como mínimo, le pitan los oídos. Me refiero a Lucrecia. Sí, se llamaba Lucrecia y, ahora que lo pienso, quizás tenía algo en común con los Borgia, además del nombre. El caso es que yo estaba tan tranquila en el apartamento familiar, ayudando a mi madre a hacer los tres millones de camas que teníamos en casa. Que, digo yo, hubiera sido más fácil que cada uno se hiciera la suya, pero, ¿para qué, si mi menda hacía las de mis padres y las de mis seis hermanos? (bueno, cinco. Mi hermana mayor ya se había independizado y, encima, detestaba la playa). Como decía, estaba yo distraída entre sábana y sábana, soñando con el encuentro de la tarde, cuando sonó el timbre. Del susto, pegué un brinco y casi me caigo, aun así corrí a abrir. Y ¿quién había tras la puerta? Lucrecia, claro. No era difícil de adivinar. Con su melena indomable de rizos rebeldes y sus facciones un tanto picassianas, venía acompañada de su hermana menor a modo de escudero, (a mí, ahora, se me cruza la imagen de don Quijote con Sancho Panza, no sé por qué).

Lucrecia, repito el nombre para que quede bien claro, saludó y me soltó, casi sin respirar:

—Oye, mira, hemos pensado que somos demasiadas chicas en el grupo y que hay pocos chicos, así es que es mejor que no vengas más con nosotros. De hecho, ya no hace falta que vengas a la fiesta de hoy.

Así, sin anestesia ni preparación de ningún tipo. Yo creo que no llegué ni a articular una sola palabra, cerré la puerta y salí corriendo en busca de mi madre. Me sentí como si mi cabeza hubiera impactado con el parabrisas de un coche en un frenazo inesperado. Y no. No existían los cinturones de seguridad en esa época.

Después siguieron los obligados comentarios en familia:

—¡Qué maleducadas! ¿Cómo se atreven a hacer algo así? Eso es que tú les hacías sombra. Para tener amigas así, más vale no tenerlas. Tranquila que hay más peces en el mar.

Ese mismo día conocí a María, también gracias a mis padres, claro, una madrileña muy simpática, y que andaba perdida sin amigos como yo. En seguida congeniamos, conocimos a varios chicos y nos hicimos inseparables. A día de hoy todavía nos comunicamos en alguna ocasión.

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