El tiempo no lo cura todo

 


Su voz, todavía grave y potente, y su corpulencia física le conferían una autoridad que no dejaba lugar a dudas. Se impuso al griterío de los manifestantes, exclamando: “¡Justicia y libertad! Estos son nuestros principales derechos y los que nos servirán para conseguir salarios dignos.” Sus cabellos rizados, casi blancos, suavizaban la rotundidad de sus facciones de mandíbula cuadrada y nariz aguileña. Muchos años de lucha sindical habían hecho de él un líder experto, con una templanza de la que los más jóvenes carecían. Por eso, casi siempre era el interlocutor de los trabajadores en la mesa de negociación con la patronal de un sector de los más duros, el del carbón. Sabía que era objeto de sentimientos contrapuestos, amado y odiado, a la vez, y hasta envidiado por sus propios compañeros. También era consciente de que su enfrentamiento al poder del capital le garantizaba un buen número de enemigos, pero él parecía no temer a nada.

De entre sus compañeros, sentía predilección por su amigo de la infancia, Julián, y en ocasiones le pedía que lo acompañara a las reuniones. Este solía aceptar y parecía haber olvidado los enfrentamientos de juventud con su camarada, cuando ambos se habían disputado el amor de la misma chica, la cual, había acabado casándose con Jacinto.

Viéndolo actuar en las manifestaciones, gritando a pleno pulmón y con el brazo en alto, nadie lo hubiera asociado con el hombre que todos los sábados jugaba con un tren eléctrico, sentado en el suelo junto a su nieto de siete años.  Entonces, su dureza habitual se deshacía igual que el hielo en un vaso de whisky, dando paso a un hombre distinto, capaz de mostrar ternura, sin ambages. Y es que esos momentos le proporcionaban sosiego y le hacían olvidarse de todo lo demás. Además, esa criatura, diminuta en comparación con la enormidad de Jacinto, le ayudaba a llenar el vacío que la muerte a destiempo de su mujer le había dejado.

Un día, después de haber cerrado las negociaciones para la firma del convenio laboral del año siguiente, Jacinto se dirigía a su casa. Las discusiones habían sido duras y largas y hacía rato que había anochecido. Su barrio, alejado del centro, era un laberinto de callejones estrechos e intrincados, alumbrados por unas cuantas farolas que arrojaban una luz insuficiente. Le quedaban un par de calles para llegar a su destino, cuando unos pasos amortiguados, como de quien trata de no ser oído, comenzaron a sonar. No les prestó atención y siguió caminando sin alterar su paso. Ya casi estaba en casa. Echó la mano al bolsillo para sacar la llave, pero no tuvo tiempo de meterla en la cerradura. Un fuerte golpe lo derribó. Luego, siguieron las patadas. En el forcejeo, alcanzó a ver el rostro de su agresor por unos segundos. Trató de levantarse, pero un nuevo impacto, esta vez en la cabeza, lo dejó sin conocimiento. Sintiéndose impune en la oscuridad de la noche, el atacante siguió golpeando a Jacinto. Solo cuando los vecinos comenzaron a asomarse a las ventanas, atraídos por los gritos, el asaltante escapó, poniendo fin a la paliza.

Jacinto sobrevivió al ataque, a pesar de que el estado en que lo encontraron hacía pensar todo lo contrario. Se recuperó de sus heridas, pero no del dolor de haber sido atacado por el que creía su mejor amigo, Julián.

Fotografía @mapraty


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