El último viaje de mi abuelo
—¡Hola! ¿Que no me ves? —era el saludo que, para nuestro regocijo, oíamos nada más entrar en casa de mis abuelos. La cosa no tendría nada de especial de no ser porque el que así celebraba nuestra presencia era, ni más ni menos, un loro. Sí, un loro de hermoso plumaje multicolor que mi abuelo había traído de uno de sus últimos viajes a bordo de una de las fragatas de la Marina española de la que era oficial.
Ésta y otras muchas vivencias quedaron fijadas en mi mente infantil y ahora acuden a mí de forma desordenada. Hoy recuerdo la figura de mi abuelo, una persona entrañable que la vida me arrebató demasiado pronto y que siempre estaba disponible para enseñarte a leer, pasear contigo, contarte alguna historia o, simplemente estar a tu lado.
Tengo muy grabado en la memoria, un día de otoño en el que yo corría y jugaba con mis compañeras de clase en el patio del Colegio. Como es normal, entre risas y gritos, organizábamos un gran revuelo. Yo, que tenía once años, disfrutaba de nuestro rato de libertad, ignorante de todo lo que sucedía en esos momentos en mi familia. Cuando se acabó el recreo y volvíamos a nuestras respectivas aulas, me abordó mi prima Margarita que compartía colegio conmigo. Ella ya tenía casi trece años y -pienso ahora- se creyó en el deber de reprenderme. Me miró con seriedad y me espetó:
—¿Cómo puedes estar ahí riéndote tan tranquila? ¿Es que el abuelo no te importaba nada? ¿Es que ni siquiera lloras?
A pesar de sentirme amedrentada ante el aluvión de reproches de mi prima mayor, que no acababa de entender, atiné a decir:
—¡Claro que me importa el abuelo! ¡Le quiero mucho! ¿Por qué tendría que llorar?
Con cara de sorpresa, Margarita exclamó:
—¿No te has enterado? ¡El abuelo ha muerto hoy!
Yo sabía, por comentarios cazados al azar, que mi abuelo estaba enfermo. Pero en la ingenuidad de la infancia, lo creía poco menos que inmortal. Al oír la noticia, se me hizo un nudo inmenso en el estómago. Casi sin poder respirar e incapaz de articular una palabra, me dirigí a mi pupitre y rompí a llorar.
Mis padres, que consideraban que los niños no tenían por qué saber de muertes, entierros o enfermedades graves hasta que era inevitable, todavía no me habían dado la noticia.
Al día siguiente, con mis padres y hermanos, acudimos a casa de mis abuelos donde, siguiendo la costumbre de la época, tenía lugar el velatorio. Allí, rodeado de mucha gente vestida de negro riguroso, estaba él. Ataviado con el traje de gala de Capitán de Navío, parecía sumido en un plácido sueño. Me acerqué a darle un beso. Nunca olvidaré el frío que sentí cuando mis labios rozaron su frente.
Los abuelos son uno de los seres más lindos de la tierra.
ResponderEliminarEstoy totalmente de acuerdo contigo. Yo los recuerdo con muchísimo cariño
EliminarPrecioso relato de un trance familiar desde la perspectiva de un crío.
ResponderEliminarQué maravillosa es la niñez.
Un saludo.
Manuel Cado
Muchas gracias, Manuel. Es un relato autobiográfico de un momento que, como digo en él, quedó profundamente grabado en mi mente infantil.
EliminarL'últim dia dels avis, un record que ens ha marcat a tots. Molt emotiu
ResponderEliminarEfectivament. Moltes gràcies, Lluïsa per la teva lectura i comentaris.
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