El relato
Atardecer en Isla Providencia, Colombia |
María paseaba inquieta arriba y abajo por el salón de la casa que compartía con su hermano, Víctor, después del fallecimiento de su madre. Tenía que escribir un relato para entregarlo al día siguiente y no sabía cómo empezar. El viento que se filtraba por las rendijas de la ventana, y que anunciaba tormenta, no le ayudaba a concentrarse. De repente, interrumpió su paseo y se dirigió a su mesa de trabajo. Sentada ante el ordenador miraba, sin ver, la pantalla en blanco; sus manos descansaban sobre el teclado. ¿Dónde estaban las ideas? Sumida en sus pensamientos recorría los rincones de su mente, esos a los que nadie más que ella tenía acceso. Poco a poco sus dedos empezaron a teclear y las palabras empezaron a asomar, primero con timidez, luego a una velocidad de vértigo.
En el fragor de la tormenta que había acabado por estallar, María oyó la voz de Víctor que parecía hablarle desde muy lejos:
—María, ¿no oyes la alarma? Tu móvil lleva pitando diez minutos. ¿Quieres pararlo, por favor?
Ella intentó alzar la mano para coger el teléfono pero sus músculos no obedecieron sus órdenes; quiso responder a Víctor pero su voz estaba atrapada en su garganta. Mientras, las frases seguían fluyendo sobre la pantalla como un torrente imparable.
Victor, abandonó el sillón donde estaba leyendo, se acercó a su hermana y con voz potente exclamó:
—¿Te has quedado sorda o qué? ¡Apaga ese maldito cacharro!
Tampoco esta vez hubo respuesta. Víctor cogió su libro y se encerró en su habitación.
Apenas acababan de sonar doce campanadas en el reloj de pared del salón cuando María, con aire ausente, dejó de escribir, se levantó de la silla y se encaminó a su cuarto. Se acostó y quedó sumida en un sueño profundo.
Al día siguiente, como era habitual en ella, María se levantó temprano. Se duchó, se vistió y tomó un rápido desayuno en la cocina. Antes de salir, se dirigió al salón para recoger su PC. Sorprendida vio que seguía encendido y que mostraba un texto que no recordaba haber escrito; se acercó a la pantalla y comenzó a leer:
“Queridos hijos:
No sé si alguna vez podréis perdonarme por haberme ido en la forma que lo hice. Sé que obré mal pero, en mi defensa os diré que el accidente de vuestro padre me destrozó y yo no supe cómo superarlo. Mis días cayeron en una oscuridad profunda. Una mañana me levanté sintiendo la necesidad urgente de ver por mí misma el precipicio donde su coche había desaparecido aquel 18 de agosto en el que mi vida quedó rota. Lo que no sabía es que una vez allí el mismo precipicio me arrastraría a mí también...”
El texto continuaba pero María, desvanecida, no pudo seguir leyendo.
¿Y ahora cómo digiere eso l protagonista?
ResponderEliminarBuen relato.
Manuel Cado
Pues no lo sé, Manuel. Supongo que vendría a ser una confirmación de algo que ya debieron adivinar en su momento.
EliminarMuchas gracias por tu tiempo y tu comentario.
Esto da para una novela!! Qué tensión!!
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Lo pensaré.
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