Huyendo del peligro

 




La familia Cabaleiro se había visto obligada a huir de su pueblo, Negueira de Muñiz, durante la Guerra Civil española. Amancio Cabaleiro, conocido por sus fuertes convicciones republicanas, no quiso poner en peligro a toda su familia cuando, en Galicia, comenzaron las purgas y la persecución de todos los que fueran republicanos o estuvieran bajo sospecha de serlo. Pasaron mucho tiempo huyendo de pueblo en pueblo, de provincia en provincia, sin poderse asentar en ningún sitio. A comienzos de 1939, las circunstancias los habían conducido hasta Barcelona. Amancio había oído decir que Barcelona estaba en manos de los “rojos” por lo que pensó que allí, él y su familia, podrían estar más seguros. La suerte, o quizás la casualidad, hizo que se encontrara con unos parientes lejanos que, por un módico precio, se avinieron a acoger al matrimonio y sus tres hijas.


Aunque tenían algunos ahorros, el dinero que les quedaba después de tanto tiempo de ir y venir era escaso. Amancio trapicheaba en todo lo que podía y su mujer, María Elena, y las tres niñas intentaban sacarse algo de dinero tejiendo ropa de bebé, bufandas, calcetines y todo lo que se les ocurriera.


Un día, ya finalizada la guerra, los parientes que les habían acogido les comentaron que conocían a un distinguido industrial catalán, don Francesc Font, amigo de unos amigos, que tenía cinco hijos pequeños y que necesitaba una niñera. Le propusieron a Amancio que enviara a su hija mayor, Jesusa. Ya tenía catorce años y estaba acostumbrada a cuidar de sus hermanas menores, e incluso a realizar las tareas propias de un ama de casa. Seguro que ella encajaría a la perfección y les ayudaría a paliar las penurias. El único inconveniente era que tendría que trasladarse fuera de Barcelona.


Así es como Jesusa, por primera vez en su vida, se vio viajando en tren sola hacia un destino que le era totalmente desconocido. Era invierno y el frío arreciaba sin piedad. Grandes copos de nieve caían sin descanso y el color gris se había apoderado de los cielos. Jesusa pasó todo el viaje extasiada contemplando la nevada a través de los cristales empañados del tren. Cuando llegó a la estación de Llissà, bajó del tren, y aterida de frío, miró con inquietud a ambos lados del andén casi desierto. No parecía haber nadie esperándola, como le habían prometido, y sintió cierta desazón. Cada vez más nerviosa, se dirigió a la salida cargada con una maleta raída que contenía sus escasos objetos personales y algunas mudas de ropa. Entonces lo vio. Boina en mano, un campesino de cara curtida y profundas arrugas, sentado en el pescante de una tartana tirada por una mula, le hacía señales con la mano. Vacilante, Jesusa se dirigió a él al tiempo que él descendía del carromato. Tras preguntarle si era la señorita Jesusa, le ayudó a acomodarse a la parte posterior del carruaje que le conduciría a su destino: la Colonia Textil Vila Font, donde los señores que serían sus patronos tenían también su residencia, en las afueras de Llissà.


Los primeros día se le pasaron volando. Tenía mucho que aprender, conocer a los niños y las costumbres de la familia, aprender la lista de tareas que tendría que hacer y un sinfín de detalles necesarios para la buena marcha de la familia. Las jornadas eran interminables. Comenzaban antes del amanecer y finalizaban bien entrada la noche. La señora Font la vigilaba de cerca. Ella no se dejaba arredrar y, aún añorando terriblemente a su familia, se iba amoldando a su nueva vida. Únicamente una cosa le hacía sentirse incómoda: la presencia del señor Font, de aspecto imponente, alto y fornido, con su gesto adusto y poco amigable.


Todos los lunes, la señora Font, la enviaba al pueblo a comprar leche, pan, huevos y otros alimentos de primera necesidad. Para ello tenía que presentar la cartilla de racionamiento que tenía asignada la familia. Se veía obligaba a levantarse aún más temprano de lo habitual y caminar media hora cruzando descampados en los que no se veía ni un alma. Había oído decir que el camino era peligroso porque, a veces, los maquis bajaban de la montaña y robaban lo que podían para subsistir.


Uno de esos lunes, el señor Font salió a su encuentro a bordo de uno de los pocos coches que se podían ver en aquella época: un Hispano Suiza, modelo 1928, que funcionaba a gasógeno. Se ofreció a llevarla y Jesusa, a pesar de su reticencia, aceptó. Así podría regresar antes. Iniciaron la marcha en silencio. El camino que tomaron le era desconocido, pero pensó que ella siempre iba por los atajos y no le extrañó. Pasados unos minutos vio cómo cruzaban el pueblo y lo dejaban atrás. Un escalofrío de aprensión le recorrió el cuerpo. “Señor Font, creo que nos hemos equivocado de camino”, dijo tímidamente. Él, sin contestar, la miró con una extraña sonrisa y siguió adelante. Condujo un largo trecho y tomó un solitario camino de carros. Cuando se supo lo suficientemente lejos de miradas indiscretas detuvo el automóvil.


Sin preámbulos ni miramientos le dijo a la muchacha: “¡vamos, muñeca, quitate la blusa, muéstrame tus encantos! Tengo algo para ti que te va a gustar.” Presa, tanto de la sorpresa como del pánico, ella comenzó a llorar y a rogar que la dejara ir. Fue en vano. No tuvo contemplaciones. Primero le arrancó la blusa, luego el resto de la ropa. De nada sirvieron sus gritos y súplicas. Nada lo detuvo. El energúmeno en que se había convertido el “distinguido industrial” le tapó la boca con una de sus inmensas manos para acallar sus alaridos y la amordazó con su propia ropa. El forcejeo era injustamente desigual. Al poco, los lamentos de Jesusa fueron perdiendo fuerza. La joven pareció ceder ante lo inevitable. Su cuerpo se relajó. La cabeza cayó hacia atrás. Las manos se desplomaron a ambos lados de su cuerpo, inertes.


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Comentarios

  1. Si te digo todo lo que he sentido a leer tu relato, te juro que me excomulgan. Que desgraciado ese degenerado. El relato como siempre excelente.

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    1. Muchad gracias, María. Entiendo y comparto tus sentimientos. Por desgracia era algo frecuente en esa época, aunque es una lacra que todavía no ha desaparecido.
      Un abrazo

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  2. Me ha gustado mucho cómo recreas el ambiente, me he sentido allí.

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