¿Justicia?

 


Los párpados me pesaban y, aunque yo quería abrir los ojos, no podía. Intenté mover las manos y solo los dedos de la mano izquierda me obedecieron; la mano derecha me pesaba demasiado. Después de varios intentos, conseguí mantener los ojos abiertos pero sin entender lo que veía. Una voz suave me hablaba y yo era incapaz de comprender sus palabras. No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado de semiinconsciencia. Hasta que escuchar mi nombre, "María María", me hizo reaccionar. Poco a poco pude enfocar la mirada y, al verla, mi dolorido cuerpo se sintió confortado. Por fin sabía lo que me impedía mover la mano izquierda. Mi madre, la tenía atrapada entre las suyas como si tuviera miedo de que me escapase. Me entristeció ver que su rostro, que yo recordaba fresco y sonrosado, era ahora macilento y tenía grandes surcos bajo los ojos.

—Mamá mamá. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy aquí? — susurré y a mi madre se le humedeció la mirada.

—Hija, ¡por fin abres los ojos! Esperaba que tú me lo pudieras contar. Me llamaron de madrugada. Te encontraron en la calle... estabas muy mal... pensé que te iba a perder...

Los sollozos rompieron su voz y una imagen siniestra se movió en mi cabeza. No podía pensar con claridad, pero quería saber. Por una grieta de mi mente, empezaron a filtrarse unas imágenes que no quería revivir. El miedo, los gritos, alguien que caía sobre mí y un golpe sordo en el asfalto sobre el que fue a dar mi cabeza. Luego todo se volvió oscuro como la misma noche. Oía los chillidos; los golpes me aturdían. Sentía que me manoseaban y me ultrajaban en lo más íntimo. Los sentidos abandonaron mi cuerpo y me invadió la nada.

Abracé a mi madre con fuerza y le pedí perdón. Ella, aún con las mejillas bañadas en lágrimas no dejaba de repetir:

—Hija mía, tú no has hecho nada malo.

Pasé diez días en el hospital, pero mi calvario no había terminado. Siguieron entrevistas con la policía, ruedas de reconocimiento, declaración del único testigo -que había visto huir a cuatro hombres del lugar- y reuniones con abogados. Yo tenía que repetir, una y otra vez, los mismos hechos, revivir el mismo dolor hasta quedar extenuada. Me convencí de que haber buscado justicia había sido un error. A veces, más de las que se pueda pensar, me sentía como si la culpable fuera yo. Culpable por salir de noche, culpable por volver a casa sola, culpable por llevar un vestido bonito, culpable por ir maquillada, en fin, culpable por ser mujer.

No olvidaré nunca ese día. El caso había quedado visto para sentencia. La mañana se presentaba gris; un tono plomizo cubría gran parte del cielo. Como ya era habitual, mi madre me acompañaba en el juzgado. La sala se había llenado de prensa porque el suceso había causado mucho revuelo, a pesar de que mi caso era uno más de los que se habían producido en los últimos años. La gran diferencia había sido que mis agresores no habían sentido la necesidad de jactarse en las redes sociales y habían tomado muchas precauciones. Aunque el GPS de sus móviles los situaba en el lugar de los hechos, el forense no encontró ningún resto biológico que fuera determinante.

Como en una procesión de semana santa, fueron entrando los acusados, los abogados, el jurado y por último los miembros del Tribunal. El veredicto no se hizo esperar. La decisión me acompañaría toda la vida: "inocentes por falta de pruebas".


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Comentarios

  1. Que desgracia, si eres bonita, es malo, si te vistes sexy es malo, ser mujer es malo. Recuerdo una vez que el padre de una amiga de mi sobrina le dijo, no puedes salir vestida así, eso lo hacen solo las putas. No vengas llorando si te violan eres la culpable. A mi me dieron unas ganas de cantarle la cartilla, pero me abstuve, porque ese no es un hombre. Muy bueno tu relato Mariángeles, y provoca muchos sentimientos.

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    1. Muchas gracias, María por tu comentario. Es un tema que nos remueve las entrañas como mujeres. Y aunque algo se ha avanzado que un largo recorrido por hacer.

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