El viaje más largo
Era nuestro quinto día de crucero. Con un tiempo espléndido, habíamos llegado a la isla más grande de las Islas Cayman, Grand Cayman que, a pesar de su nombre, es pequeña y no dispone de puerto para recibir a los barcos que la visitan. Estos se ven obligados a fondear en alta mar y los pasajeros se trasladan hasta Georgetown, la capital, mediante una flota de pequeños ferrys.
El muelle de llegada era un hervidero de guías turísticos y minibuses dispuestos a llevarnos a todos los rincones de la isla. Mi marido y yo optamos por visitar la playa de las Siete Millas, una larguísima bahía, de aguas cristalinas color turquesa y arena blanca. Después, nos aventuramos por las calles de Georgetown para terminar en un mercadillo de artesanías repleto de los más variopintos objetos.
Perdidos entre sombreros, collares, carteras, pinturas y otras artesanías, no nos dimos cuenta de que el cielo, que hasta hacía un instante era de un intenso azul, se había ido poblando de nubes. La voz de una artesana, atrajo nuestra atención:
—Disculpen, ¿ustedes llegaron en uno de esos cruceros, cierto? —dijo señalando al mar donde fondeaban los barcos—. Deberían irse cuanto antes. La tormenta no demora en llegar a la isla y el mar golpea muy duro acá. Si se demoran demasiado les va a ser imposible subir al barco.
Mi marido y yo nos miramos desconcertados sin saber qué hacer.
—Créanme, los isleños sabemos bien cuándo la tormenta está a punto de llegar —insistió la mujer.
Muy a nuestro pesar y por si acaso, hicimos caso a la mujer. Al llegar al embarcadero vimos que no éramos los únicos que habían recibido el mismo consejo. Los pasajeros se arremolinaban en el muelle, formando largas colas, a la espera de poder subirse a uno de los transbordadores.
El cielo había acabado por cubrirse de enormes nubes que habían dado paso a la noche en pleno día. Haciendo honor a las predicciones, gruesos goterones se unieron a las olas que golpeaban el malecón en una sinfonía que recordaba la banda sonora de una película de terror. Como un presagio, los cormoranes que siempre surcan los cielos de la isla habían dejado de verse.
Llegó la hora de embarcar y subir al ferry fue como intentar coger un columpio en pleno balanceo. El esfuerzo de los marineros por mantener la estabilidad de la embarcación era tarea inútil y, acomodarnos en los asientos requirió de toda nuestra habilidad de equilibristas que era más bien escasa. Aun así lo conseguimos. Ya estábamos listos para que un breve desplazamiento se convirtiera en el viaje más largo de nuestra vida.
Las olas se empeñaron en jugar con nuestro barco que trataban como si fuera un cascarón de nuez. Nos sentíamos como si recorriéramos la montaña rusa más alta del mundo, tan pronto estábamos en la cresta de una ola como descendíamos a velocidad vertiginosa para golpear con fuerza el mar. Entre subidas y bajadas, vimos con estupor como nuestro crucero, el Monarch, desaparecía de nuestra vista en unos segundos engullido por una tupida niebla. Nuestra visión no alcanzaba más que unos pocos metros.
Un rayo de esperanza se abrió paso cuando, de pronto, nuestro barco viró en redondo y puso rumbo a Georgetown. Suspiramos aliviados. Se había impuesto el sentido común y pronto nos dejarían de nuevo en tierra. Lo que no sabíamos era que la violencia del mar nos impediría atracar. De nuevo, el barco se adentró en el mar.
Aunque la mayoría mantenía una relativa calma cada vez eran más los que se mareaban. Algunos vomitaban y otros se levantaban de sus asientos poniendo en peligro la estabilidad del ferry. Yo intentaba no dejarme llevar por el pánico pero no pude evitar que mi pensamiento me llevara hasta mis hijos a los que quería dedicar los que serían, quizás, mis últimos pensamientos.
Al fin la espesa niebla fue levantándose y el crucero emergió ante nuestros ojos. Pero el Monarch se había puesto en movimiento y parecía querer dejarnos abandonados a nuestra suerte. En realidad, como supimos más tarde, el crucero modificaba su posición de fondeo para proteger la plataforma de embarque del intenso oleaje y permitir así el trasbordo de los pasajeros.
Solo cuando nos adentramos en el interior del crucero pudimos sentirnos, por fin, a salvo.
Ya esperaba yo poder disfrutar de esta aventura de esta aventura de sus paseos. Me he mareado contigo como la primera vez que fui a la playa y caminé sobre un muelle roto. Exquisito relato. Mi inspiración.
ResponderEliminarMuchas gracias, Amalia por tu amable comentario. Saber que te ha gustado es un estímulo para seguir escribiendo.
EliminarUn abrazo