Jugarretas de la mente

 





Hoy es viernes y, como suelo hacer los viernes cada tres o cuatro semanas, entro en la peluquería dispuesta a ejecutar el ritual al que me veo voluntariamente obligada: hacer desaparecer mis canas. Promete ser una mañana aburrida que pasará sin plena ni gloria. O eso creo yo.

—¿El mismo color de siempre? —me pregunta Yésica nada más entrar, después del consabido intercambio de saludos. Yo asiento con un movimiento de cabeza.

Sin más, comienza su tarea hasta dejarme en ese estado en el que querrías que nadie te viera. Mientras espero a que el tinte disimule las huellas de mi edad, me entrego a la lectura de "Recursos inhumanos", una novela que me tiene atrapada, por lo que aprovecho cualquier resquicio en mi tiempo libre para sumergirme en su trama.

Al cabo de un rato, el sonido de la campanilla de la puerta me hace levantar la vista. El rostro que veo reflejado en el espejo me impacta como un latigazo. Miro debajo de mis pies con la esperanza de que el suelo se abra y me permita desaparecer. Evidentemente, eso no sucede y no me queda más que hundir la cabeza en el libro, rogando que la recién llegada no me reconozca.

Te juro que no lo sabía, aunque he de confesar que, si lo hubiera sabido, no sé lo qué hubiese hecho. Tal vez fueron las luces de neón, las copas que habíamos tomado o, quizás, la canción Sex on fire de Kings of Leon que estaba sonando. El caso es que un impulso me poseyó y me hizo actuar siguiendo un instinto que no supe contener. Lo cierto es que cuando él se me acercó no pude ignorar la fuerza de su mirada que me hizo estremecer. Y no solo no lo rechacé sino que en pocos momentos estábamos abrazados buscando un rincón en la penumbra. Yo no lo busqué, simplemente sucedió.

Luego llegaste tú en tromba. Lo arrancaste de mi lado y le abofeteaste sin que te molestara que todas las miradas se centraran en ti. Mis amigas intervinieron a tiempo de impedirte que dirigieras tu ira hacia mí.

Después supe que te sentiste traicionada porque, aunque él no lo tuviera tan claro, tú creías ser su única dueña. También me enteré de que, los que te conocían bien, te apodaban la Amazona y, digo yo, que no sería por tu dulzura. Pasó el tiempo, Carlos y yo seguimos juntos y coincidimos contigo alguna vez. De ser cierto eso de que hay miradas que matan, hoy yo no estaría aquí.

Yésica ha puesto punto final a mis pensamientos, ya es hora de que me quite este molesto emplaste de la cabeza. No me queda más remedio que levantar la mirada, no vaya a ser que tropiece mientras me dirijo a la zona de lavacabezas. Mis ojos buscan a la Amazona con disimulo por el salón sin encontrarla, hasta que me doy cuenta de que esa chica es demasiado joven para poder ser la mujer de mis recuerdos, y suspiro aliviada.


Imagen de mohamed Hassan en Pixabay 


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Comentarios

  1. Excelente! Me encantó el manejo que le diste a los recuerdos para convertir una escena cotidiana en una situación comprometedora que, en realidad, solo estaba en la mente de la protagonista.

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  2. Muchas gracias, Javier. Una muestra de como nuestro subconsciente nos manipula para hacernos ver lo que no es. Sigo con mis cursos y el reto era precisamente conseguir introducir un recuerdo en una escena cotidiana. Me alegro de que el resultado te haya gustado.

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