El ritual anticaserante
Cuando lo conocí se apuntaba a cualquier movida. Daba igual que se tratara de ir al cine, a bailar, a pasar el día en el campo o simplemente tomar unas copas con los amigos. Todo menos quedarse en casa. Siempre decíamos que un derrumbamiento repentino no nos pillaría in situ. Un tiempo después, nos fuimos a vivir juntos y descubrió que estar en el hogar a tu aire no estaba tan mal. La verdad es que a mí un poco de tregua no me importó. Casi que hasta la agradecí, por lo menos al principio.
Pero llegó un día en que no había forma de hacerlo salir. Se volvió tan y tan casero que empecé a desesperarme. Nunca puso objeción a que yo lo hiciera por mi cuenta, pero a mí también me apetecía que fuéramos juntos a bailar, al cine, a viajar o hacer miles de cosas.
Cuando mi impaciencia alcanzó un nivel insoportable, no tuve mejor idea que pedir consejo a mis amigas. Ojalá no lo hubiera hecho. Una de ellas, Maribel, justo de la que menos me lo esperaba, me soltó como si fuera la cosa más normal del mundo:
—Tú lo que tienes que hacer es llevarlo a un ritual anticaserante.
Al ver que la boca se me había quedado abierta de par en par y no atinaba a cerrarla, creyó necesario explicármelo mejor.
—Sí, mujer. Ahora está muy de moda. Una amiga mía conoce a un tío que hace unos tratamientos que te dejan como nuevo. Ella lo probó con su marido, que estaba muy amuermado, y le fue divinamente. Además, no es nada caro. Hablaré con ella y quedamos un día. Encima nos lo pasaremos de muerte.
Yo me la tomé a guasa. Vamos, no estaba yo para tragarme semejante barbaridad. A ver si esto iba a ser algo del estilo de la ayahuasca1 que pulula entre los famosos y al que tantas propiedades sanadoras se le atribuyen. Claro que también se dice que se pasa un poquito bastante mal, y eso si no te fríe de un infarto.
Me telefoneó a los pocos días. Había hablado con su amiga, Isadora creo que se llamaba, y ya nos había reservado hora para el sábado siguiente. Y tan contenta añadió que la sesión costaría "solo" cien euros y, si bien el anticaserante podía ser un poco molesto, los resultados estaban garantizados.
Digamos que sembró en mí si no la duda, sí la curiosidad. Lo difícil iba a ser convencer a Pablo para que se prestara a ello. Después de darle muchas vueltas, le dije:
—Es un ritual supercool. No sabes la suerte que hemos tenido de conseguir hora. Hasta los de la jet set han de hacer varios meses de cola. Y por el precio, ni te preocupes, es mi regalo de cumpleaños. Además, yo también lo probaré. Seguro que será divertido.
Debí de acertar el día, o quizás lo pillé con la guardia baja. El caso es que, al final, hasta resultó fácil convencerlo. Para mí estaba claro que yo ni de broma pensaba someterme a semejante despropósito. Ya vería después cómo me escaqueaba. Escabullirme iba a ser el segundo de mis problemas.
Llegó el día H. El recomendado de Isadora se llamaba Teodoro y vivía en una casa en las afueras de Barcelona, en Collserola. No era muy grande, pero tenía un pequeño patio en la parte trasera que sería el escenario del ritual. Éramos un total de seis personas más Teodoro. Había dispuesto varios cojines de colores que formaban un círculo en el suelo y, en el centro, había una mesita baja con lo que parecía una especie de narguile con seis boquillas.
Nos sentamos todos con cara de circunstancias y el ritual comenzó. Teodoro arrancó con unos rezos incomprensibles para nosotros. Solo él debía saber lo que decía. Entre frase y frase, golpeaba un pequeño gong. A continuación nos indicó que cogiéramos la boquilla que tuviéramos más cerca, mientras nos iba dando instrucciones. Teníamos que aspirar profundamente, mantener el humo en los pulmones por quince segundos y, luego, exhalar muy despacio. Yo me limité a fingir que lo hacía.
Al cabo de un rato, un potente olor a maría lo invadió todo. Ahí fue cuando me dije que, si de lo que se trataba era de fumar marihuana con shisha, no iba a desperdiciar mis cien euros. A partir de ese momento, seguí el ritual hasta el final.
La cosa se fue desmadrando y, cuando nos quisimos dar cuenta, nos revolcábamos por el suelo muertos de la risa. Estábamos en un limbo tal que fuimos incapaces de percatarnos de que un coche patrulla había aparcado frente a la casa.
Todo se zanjó con la detención de Teodoro por tráfico de drogas, una noche en el calabozo de la comisaría para el resto y una buena resaca. Eso sí, Pablo ha seguido siendo tan casero como siempre.
Imagen de sebastian del val en Pixabay
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