La espera

 


El zumbido del ascensor me sobresalta una vez más. Se ha detenido en mi planta. A pesar de que me juró que no regresaría jamás, ansío oír el tintineo de las llaves, el ruido de la puerta al abrirse y el taconeo de ella en el recibidor. Habrá reflexionado y me dará otra oportunidad. Sin embargo, pasan los segundos y la secuencia de sonidos que deseo escuchar no llega. Hoy tampoco es ella. Trato de relajarme, pero el eco del ascensor resuena en mi cabeza una y otra vez y no lo consigo.

Mis días son todos iguales y transcurren en esta espera sin esperanza. No puedo pensar en otra cosa. Solo el ruido del ascensor calma mi inquietud, aunque sea por pocos instantes. La próxima vez iré corriendo a observar por la mirilla. Quizás llega a mi puerta y luego se arrepiente. Duda de si entrar o no. Puede que, si la abro antes de que se vaya, consiga verla, hablarle e intentar retenerla. Tengo que convencerla de que lo nuestro todavía tiene solución. Por nosotros y por Lucía que, aunque ya es una mujer independiente, seguro que se alegra de volver a vernos juntos.

¡Chist! Ahora sí, creo que ahora sí. Corro a la entrada, pero me llevo una decepción, otra más. Es la vecina que vive frente a mi puerta. El traqueteo de ese cacharro desvencijado se repite tan a menudo que no soy capaz de concentrarme en nada más. No puedo pensar. Me paso las horas yendo y viniendo de una habitación a otra con algún propósito que olvido nada más llegar.

Hoy tengo un presentimiento. No sé si es por la intensidad de la luz que se filtra por las ventanas, o porque por fin ha dejado de llover, pero sé que hoy va a ser el día definitivo, hoy vendrá. Seguro.

Mientras me pierdo en mis pensamientos, lo oigo de nuevo. Ya sube. Un chirrido que es como un lamento anuncia que se está deteniendo en mi piso. Llego a la puerta a tiempo de ver que por fin es ella la que se dirige a la entrada con paso decidido. Y no viene sola. La acompaña la niña de mis ojos, Lucía. Quiero abrir, pero ella se me adelanta, cruza el umbral sin dirigirme la mirada y entra en casa mientras habla muy quedo con Lucía, tanto que no entiendo lo que dicen. Corro tras ella y digo:

—¡Por fin has venido, Ana!

Pero no me responde. Me coloco frente a ellas, moviendo los brazos a modo de saludo mientras insisto:

—¡Ey! ¡Ana, Lucía, que estoy aquí! Podríais saludar por lo menos.

El silencio lo inunda todo. No me lo puedo creer. ¿Cómo pueden ser tan insensibles? Siguen hablando en susurros como si yo no estuviera aquí. ¿Me estaré volviendo loco? ¿Estoy teniendo alucinaciones?

Un sollozo me hace dar un respingo. Siento una punzada en el pecho al ver el rostro de mi hija cubierto de lágrimas.

—¿Qué pasa, mi niña? Estoy aquí para ayudarte. Por favor, dime qué te sucede.

Y, por fin, Lucía comienza a hablar, entre suspiros, pero no es a mí a quién se dirige.

—Lo echo mucho de menos, mamá. Y entrar en su piso, ahora que ya no está… ¡Me duele tanto haber sido tan dura con él!



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Comentarios

  1. Esteban Rebollos02 noviembre, 2023 21:12

    Por supuesto, la espera ha merecido la pena. Otro magnífico relato, Mariángeles!!!

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    1. Me alegro de que te haya gustado, Esteban. Muchas gracias.
      Un abrazo

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