Vileza

 


Empujó la puerta con energía y pisando firme, como si no estuviera rota por dentro.

Usted dirá, señor Pérez. —Su mirada era gélida y consiguió no desviar los ojos ni por un segundo. Un leve temblor en su labio superior estuvo a punto de traicionarla, pero apretó la boca con fuerza.

Siéntate, Margarita. Tenemos que hablar de lo sucedido. No me gustaría que el hecho trascendiera y se convirtiera en un problema para ambos.

Estoy bien de pie. Diga lo que sea que mi trabajo está esperando y no puedo dejar desatendido mi puesto.

Pérez comenzó a soltar frases que a Margarita le sonaron inconexas y sin sentido. En seguida dejó de escucharlo, y cuando se hizo el silencio, la joven dijo sin mover un solo músculo.

Nada de lo que diga usted cambia los hechos, señor Pérez —la joven alargó la palabra “usted” marcando distancias—. He tardado demasiado, pero la decisión está tomada. Hoy sin falta acudiré al Comité de Ética y, después, a la Policía.

Pérez se encogió de hombros como si estuviera seguro de ser intocable, pero Margarita no se iba a dejar pisotear. Había sido una estúpida al creer que podía confiar en él. Al final, la terca realidad le había hecho tomar tierra sin contemplaciones. Si lo hubiera sospechado, nunca le habría entregado su manuscrito. Ahora, ver su libro publicado con la fotografía de Pérez como autor era más de lo que podía soportar.

Sabía que lo primero que tendría que demostrar era su autoría, así es que fue a recoger su portátil y con él debajo del brazo se dirigió al despacho de la directora del Comité de Ética de la Editorial. Aunque no siempre lo hacía, en este caso había tenido la precaución de ir guardando las diferentes etapas de su novela y en los archivos figuraría su nombre.

Pero, a medida que se aproximaba a su destino, las dudas iban creciendo. Temía, puesto que el libro ya había sido publicado, que la Editorial quisiera evitar el escándalo, y le aconsejara llegar a un acuerdo económico con Pérez. Sin embargo, para ella no era solo una cuestión de dinero, que también era importante, sino la culminación de un sueño perseguido y muchas horas de esfuerzo y noches sin dormir.

Lanzó un largo suspiro y golpeó la puerta del despacho para abrirla con determinación sin esperar respuesta. Lo que vio, le dolió más que si la hubiera atravesado un picahielos. A pesar de que la pareja se separó con rapidez, eso no le evitó la visión de los labios de Pérez pegados a los de la directora en un apasionado beso. Sin llegar a entrar, cerró la puerta con todas sus fuerzas. El golpe se oyó hasta en el despacho más lejano.

Una tormenta de lágrimas que no fue capaz de contener se apoderó de su rostro. Recogió su abrigo y su bolso y salió del edificio sin soltar el portátil. Ahora sí que estaba todo perdido. Y, aunque le pusiera una demanda, no estaba segura de poder ganar y, encima, era muy probable que perdiera su trabajo. La idea de que Pérez se saliera con la suya le produjo arcadas.

Correr siempre le ayudaba a calmarse y a reflexionar, así es que, al llegar a casa, se puso un chándal, se calzó unas deportivas y se fue a la avenida Diagonal. Llevaba varios kilómetros de carrera cuando, al llegar a la altura del Palacio Real, una bombilla se encendió en su cabeza. Acababa de recordar algo que la conmoción le había hecho olvidar: aunque era cierto que aún no había registrado la versión definitiva de su obra, sí que tenía el registro del último borrador. Quizás no todo estaba perdido.


Imagen de Pascal BORTOT en Pixabay


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