Todo tiene un límite

 


La luz anaranjada del ocaso se filtra por las cortinas, dibujando figuras fantasmagóricas en la pared de una estancia que permanece con las luces apagadas. Dentro, una anciana de rostro plagado de arrugas y cabello gris recogido en un moño teje con dos agujas una manta que llega casi hasta el suelo. Está sentada en un sillón orejero tapizado en tonos ocres, cuyos brazos le sirven para descansar los suyos. Un portazo retumba con estruendo y el sonido de unos pasos anuncia la llegada de alguien. La anciana levanta la vista al tiempo que una voz ronca de hombre, sin que medie ningún tipo de saludo, dice:

Madre, ¿se puede saber por qué no enciendes la lámpara? No debes ver ni torta.

Me gusta la luz que se cuela por la ventana, hijo. Quiero disfrutar de estos colores que no tardarán en desaparecer. Además, para tejer no necesito ver mucho. Mis manos, aunque ya no son lo que eran, lo saben hacer casi a oscuras.

El hombre, que viste unos tejanos con varios rotos deshilachados y una camiseta negra llena de calaveras, luce una barba como de no haberse afeitado en varios meses. En la mano derecha lleva unos documentos, y con la izquierda activa el interruptor de la lámpara de pie que hay en el salón. Luego, se acerca a la anciana y toma asiento en la butaca que hay frente a ella. La mujer parpadea varias veces, suelta una de las agujas para frotarse los ojos y contesta:

¡Apaga esa luz, Martín! Ya sabes que me molesta.

No, madre, no. Ahora no. Después lo hago. Es que traigo unos papeles que necesito que me firmes.

¿Papeles? ¿Qué papeles? ¿Para que acaben embargándome la cuenta como la última vez? ¡Ya puedes ir olvidándote, y apaga la luz de una vez!

Al hombre le tiembla la rodilla derecha mientras agita los papeles a pocos centímetros de la cara de su madre, que los aparta de un manotazo. Intenta sujetar las manos de la mujer hasta que consigue quitarle una de las agujas, que cae al suelo por el peso de la manta. La mujer se revuelve protestando:

¡Que me dejes, te digo que me sueltes y me dejes en paz!

¡No me pongas nervioso que no respondo! —ruge él, para rebajar el tono de voz a continuación—. Te juro que será la última vez que te pido algo. Le debo un dinero a una gente un poco chunga y tengo que pagarles antes de fin de mes.

También me juraste que lo habías dejado, y ya veo que te has vuelto a liar con el rollo ese del póquer.

La mujer intenta levantarse de la butaca, pero su hijo se lo impide. Ambos forcejean. Se oyen gritos y jadeos. La mujer conserva una de las agujas en la mano derecha y la agita en el aire a modo de sable. Pero el hombre consigue esquivar los envites. Los gritos ya no parecen humanos. Martín insulta a su madre entre alaridos.

De repente, se oyen unos golpes en la puerta de entrada y una voz que grita:

¿Señora Paquita, está usted bien?

Martín deja ir a su madre con gesto de sorpresa y ella, que no ha soltado la aguja ni un instante, se lanza sobre él y se la clava en el cuello. El hombre se sujeta la cabeza, da varios pasos y cae al suelo como un fardo pesado.

Paquita con voz tranquila responde:

Sí, ahora sí estoy bien.

En los documentos que todavía sostiene en la mano Martín, se puede leer “Contrato de préstamo con hipoteca”.


Imagen generada con IA


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