Amor al arte

 


Sus miradas se cruzaron por unos segundos. Los suficientes para que ella se diera cuenta de que él tenía los ojos verdes más trasparentes que había visto nunca. Él reparó en su melena larga y rizada de un negro intenso, casi azul. Ella fingió seguir enfrascada en la contemplación de uno de sus cuadros favoritos: La joven de la perla de Vermeer, pero lo cierto es que a partir de ese momento, aprovechó su transcurrir por las salas del museo Mauritshuis para observar a hurtadillas al dueño de los ojos hipnóticos.

Él, mientras tanto, sacando partido de su altura, contemplaba los cuadros a una distancia suficiente para tener un amplio campo de visión que la incluyera a ella. Tarde o temprano sus ojos tropezaban de nuevo con la atractiva morena de pelo crespo.

Como si se tratara de un radar, ella sentía sobre sus hombros el peso de la mirada del misterioso visitante, e intuía que seguía sus pasos a cierta distancia por todas las salas del museo. Hasta que una salida, demasiado estrecha para que la pasaran dos personas a la vez, se atravesó en su camino propiciando que sus cuerpos se encontraran.

—Perdón —dijo ella en voz muy queda—. No te he visto venir.

—No pasa nada. Ha sido culpa mía —respondió él con un acento que ella no supo catalogar—. Este tropiezo debe ser una señal. ¿Puedo invitarte a un café? Aquí hay una cafetería con los mejores de La Haya.

Ella dudó un segundo, pero un impulso le hizo asentir, al mismo tiempo que el calor subía por sus mejillas y las teñía de rojo.

Ella contemplaba las vueltas del café en su taza, que removía sin parar a pesar de que no le había puesto azúcar. Él la miraba divertido, aunque su rodilla derecha no cesaba en su movimiento de vaivén con el nerviosismo de alguien que vive una situación inquietante.

—Por el color de tu pelo y esos ojos tan negros que tienes, diría que no eres de aquí. Bueno, y porque me has hablado en español.

—Ya. Sí, soy española. No era muy difícil acertarlo —contesta la joven con una sonrisa—. Y tú, ¿de dónde eres? Hablas muy bien el español, pero tu acento me tiene despistada.

Él era italiano, de Roma, aunque su cabello rubio parecía querer desmentirlo. Sus físicos tan diferentes, ella menuda, él alto, parecía establecer distancia entre ellos. Sin embargo, no tardaron mucho en darse cuenta de lo que hubiera sido obvio para un buen observador; no eran turistas cumpliendo con su cupo de visitas a museos, sino que ambos compartían un gran amor: el arte. Su conversación, tan llena de tópicos en las primeras frases, fue derivando hacia su interés común hasta convertirse en una charla distendida, pero apasionada, plagada de miradas cómplices y roces de manos fortuitos. Descubrieron que las casualidades existen, pero que los caprichos del destino habían querido que, aunque ambos estuvieran cursando el mismo Máster en Artes y Cultura en Maastricht, nunca hubieran coincidido. Ironías de la vida, había sido necesario un viaje de fin de semana a La Haya para conocerse.

Perdieron la noción del tiempo y casi pierden el tren que les llevaría de regreso a su universidad. Cuando el cansancio los venció acabaron dormidos con la cabeza de ella sobre el hombro de él.

Imagen generada con IA

Comentarios

  1. Bellísimo encuentro, aunque no creo fuera tan fortuito. Tu sabes, el seguro que los procuraba. Muy linda historia de amor.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Angy. Yo prefiero pensar que el encuentro fue fruto de la casualidad, pero los lectores sois siempre libres de imaginar la historia a vuestro gusto.
      Un abrazo

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares

La espera

Imaginación

Sanación

Reinventándose

Crónica de un viaje atípico