Por encima del bien y del mal
Es mediodía, pero la hora es lo menos importante. Un hombre, con el pelo gris, vestido con pantalón granate y chaquetón caqui, camina por la Diagonal con la seguridad que le da ser de gran tamaño; mira hacia adelante, como si no le interesase nada de lo que hay a su alrededor. Ni siquiera la mujer menuda que camina a su lado, y a la que le cuesta seguir sus pasos.
No sé qué relación los une, pero más por lo que no se ve que por lo que se ve, se diría que son un matrimonio con largos años de soportarse a sus espaldas. Yo voy en dirección contraria a ellos, así que los puedo observar con comodidad. Tampoco es que llamen mucho la atención, hasta que llegan al cruce con la calle Entenza. Mientras espero al otro lado a que cambie el color del semáforo, que nos retiene estáticos a la mayoría de viandantes, contemplo al hombre de chaquetón caqui y pelo gris que, en lugar de detener su marcha, sigue caminando, ignorando el semáforo en rojo como si él fuera intocable. La mujer menuda intenta retenerlo tirando de su brazo sin demasiada energía, gesto que el supuesto marido ignora. Algo que no es de extrañar en alguien que aparenta creerse un ser único.
Pronto los conductores, que se encuentran con un obstáculo humano que no esperaban, le gritan e insultan con sus cláxones y hacen gestos que no dejan lugar a dudas. El hombre, lejos de emitir una disculpa y frenar su alocada marcha, los increpa: “idiota, ¿pero tú de que vas?”, “imbécil, ¿qué te has creído?”, “vete a tomar por...” y otras lindezas por el estilo. Por suerte, el periplo no acaba en atropello, nadie sale herido y la pareja alcanza la otra acera sana y salva, ante las sorprendidas miradas del resto de peatones. Yo me quedo tan perpleja como los demás y, mientras intercambio miradas de asombro con los presentes, no puedo evitar hacerme un par de preguntas. ¿Querría el hombre suicidarse? ¿Será esta una nueva forma de intentar librarse de su mujer?
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