Perlas grises

 


Suena el timbre y Eloísa mira en dirección a la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Está ocupada en ultimar los detalles del almuerzo que junto con su marido han organizado para celebrar sus bodas de plata con toda la familia. Piensa que este año va a ser diferente de los anteriores, pero lo será solo en parte. Cuando abre la puerta, un muchacho que no tendrá más de dieciséis años le entrega un ramo de rosas rojas, que como todos los 15 de diciembre, llega sin tarjeta. Sonríe y lo recoge. El chico le advierte:

Tenga cuidado, no se le vaya a caer la caja que hay en el centro.

Sin contarlas, sabe que hay veinticinco rosas, pero le intriga este nuevo elemento y se pregunta cuál será su contenido. Duda entre abrir el estuche de terciopelo, también rojo, o esperar a que llegue Daniel. Al fin, la curiosidad le impulsa a abrirlo enseguida. Contempla fascinada el collar de perlas grises, con el que ha soñado desde niña y que le recuerda a su abuela. Sonríe al recordar lo elegante que era. Se lo prueba y se mira en el espejo. Por unos segundos le ha parecido que la imagen reflejada era la de su abuela.

La celebración transcurre con bullicio y se entremezclan risas y conversaciones. Mientras los mayores charlan, los más pequeños corretean por toda la casa. Un aire de felicidad lo inunda todo. Al día siguiente la casa recupera la calma habitual y todos recuperan sus rutinas diarias.

Los días avanzan veloces y, sin saber muy bien cómo, ya han pasado otros veinticinco años y las rosas rojas han seguido llegando con puntualidad. Este año ya son cincuenta.

Cuando Eloísa entra en la cocina, Daniel ya ha preparado la mesa para el desayuno. En ese momento pone la cafetera en el fogón y coloca un par de rebanadas de pan en la tostadora.

Cada día te levantas más temprano —dice ella en tono de reproche—. Ahora que ya no trabajas, podrías dejarme dormir hasta más tarde.

Acostumbrado a sus quejas, Daniel la mira de soslayo, pero no contesta.

¿Has visto mi collar de perlas? No lo he podido encontrar.

Eloísa, ¿te has mirado en el espejo?

Pues, no. Qué pregunta más tonta, ¿Para qué lo iba a hacer?

Es que lo llevas puesto.

Ella lo palpa con cara de sorpresa y suspira aliviada.

Se me olvidaría quitármelo anoche.

Daniel no se atreve a hablar con nadie de los despistes de su mujer, ni siquiera con sus hijos. Se dice que debe ser normal ir teniendo lapsus de memoria con la edad, pero la observa con disimulo.

Un año más, llega el 15 de diciembre, como en un soplo, sin que haya habido tiempo de percatarse. Esta vez es Daniel el que se da cuenta de que Eloísa no lleva el collar de perlas y le pregunta:

¿Ya no te apetece ponerte las perlas grises?

¿Perlas grises, dices? Qué ocurrencias, chico —ya lleva un tiempo llamándolo así—. ¿A qué te refieres?

En ese momento, suena el timbre. Al otro lado de la puerta le espera un enorme ramo de rosas rojas que Eloísa no sabe si aceptar. No puede ser para ella. ¿Quién le iba a enviar flores?

Daniel corre a su lado, le ayuda a entrar el ramo, sin poder evitar que una lágrima furtiva humedezca las rosas.

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