Otra mañana perdida
Me miró fijamente, como si quisiera decirme algo, pero pasó de largo. De pronto se giró, volvió sobre sus pasos, me tocó en el hombro y dijo:
—¿Tú sabes de qué va todo esto?
—¿No lo sabes? —respondí, a la gallega—. Aquí es donde se conceden los permisos de residencia.
—Ya, ya. ¿Pero es normal que haya tanta gente?
Sin esperar mi respuesta siguió su camino y se situó en la cola de la ventanilla número seis, en la que había muy pocas personas. Yo estaba en la siete que, por el contrario, estaba muy concurrida. No podías elegir. Al entrar un celador te adjudicaba un número. Yo había llegado temprano y, sin embargo, el celador había decidido que me tocaba la ventanilla en la que había más gente. No sabía a qué respondía esta arbitrariedad. Se lo pregunté tímidamente pero me respondió con sequedad que no era asunto mío y que me limitara a ocupar mi sitio.
Y allí estaba yo, intentando conservar la calma mientras la cola avanzaba con una lentitud exasperante. En cambio, la seis avanzaba con rapidez y la persona que me había abordado hacía pocos minutos ya estaba a pocos pasos de llegar al mostrador. “Los hay con suerte”, pensé. Por enésima vez, revisé mi documentación. Quería asegurarme de que ningún despiste se transformara en otra mañana perdida.
No habría transcurrido ni media hora cuando observé con estupor cómo el tipo con el que había hablado, y que había llegado mucho más tarde que yo, me saludaba alzando el pulgar. Con la documentación en la mano se dirigía a la salida. Mientras, al fondo y sentado en su sitio, el funcionario del puesto seis charlaba por teléfono con aire distraído.
Después de solicitar a la persona que iba detrás de mí que me guardara al turno, me dirigí al celador:
—Disculpe, ¿podemos pasar a ocupar la cola seis ahora que está vacía? De esta manera podríamos ganar un poco de tiempo.
—¡Ocupe el lugar que le corresponde o me veré obligado a enviarlo al final! Elija lo que prefiera —respondió con voz de trueno el celador.
—No me parece justo que tengamos que eternizarnos cuando hay un mostrador libre —insistí, en un intento de forzar la situación.
Esta vez el celador no se dignó ni a dirigirme la palabra. Con un gesto contundente, sin mirarme, señaló hacia el final de la cola siete.
El horario llegaba a su fin. Era ya casi la una de la tarde y, cuando quedaban únicamente tres personas delante mío, sonó un timbre anunciando el cierre de todas las ventanillas. El número de mañanas perdidas seguía creciendo.
Imposible no sentirse identificado con el hombre de la fila. Un cuento ejemplar que retrata la ineficacia, irracionalidad y prepotencia de los mecanismos burocráticos. Encuentro un punto de surrealismo, pero otro muy gordo de realidad social. Un gusto leerte, Mariángeles.
ResponderEliminarCreo que todos hemos pasado por algún episodio de abuso burocrático y eso nos hace identificarnos en cierta medida. Gracias por leer mis relatos y comentarlos. Un honor, Javier
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