El veredicto - Versión de Alexey Soloviev
No me quisieron escuchar. Ni siquiera tuve la oportunidad de explicar los motivos que me impidieron llegar a tiempo a mi destino. Alegaron que había abandonado una misión y que no había perdón para semejante delito. El veredicto del Comité Militar Revolucionario fue unánime: culpable de deserción.
Cuando acepté unirme al Ejército Rojo lo único que quería era ayudar a los campesinos a luchar contra el hambre y la miseria, confiando en las promesas de "pan, trabajo y libertad" que pregonaba Lenin. Y eso esperaba encontrar. Sin embargo, pronto me dí cuenta del caos que nos rodeaba, pero ya no había vuelta atrás.
El día que me detuvieron me habían confiado la misión de llevar un mensaje al coronel del regimiento. Me dirigía a mi destino con paso apresurado cuando ocurrió algo que me hizo retroceder al tiempo de mi niñez. Un niño, de unos ocho años, estaba siendo asaltado por dos desarrapados que intentaban apoderarse de la hogaza de pan que el pobre crío defendía a mordiscos y arañazos. No lo pensé. Me lancé contra ellos con furia. Los asaltantes, más asustados por mi uniforme que por mi fiereza, huyeron a toda prisa. No fui capaz de abandonar el chico a su suerte en unas calles tan inhóspitas como peligrosas. Así es que lo acompañé hasta asegurarme de que quedaba completamente a salvo en su casa.
Juro que no me retrasé más que unos pocos minutos. Aún así, cuando llegué, el oficial de guardia me impidió la entrada al regimiento con la excusa de que era muy tarde para molestar al coronel. No hubo forma de convecerle y Dios sabe que lo intenté. A final me despachó de malos modos y me ordenó desaparecer de allí. Luego supe que, para mi desgracia, en el informe había hecho constar que no me había presentado y que me habían visto huir. Nada más lejos de la realidad. De haber huido no me hubieran encontrado en casa de mis padres, donde me detuvieron.
Ahora, paso mis últimos días, de horas interminables, en un mugriento calabozo sin ventanas y sin poder diferenciar entre el día y la noche. El aire espeso, el frío y la humedad se apoderan de mis articulaciones y no me queda un solo hueso en el cuerpo que esté libre de dolor. La escasez de alimentos y el aire enrarecido embotan mi mente que bulle en una actividad enfermiza en la que se mezclan temores y recuerdos a partes iguales. Apenas puedo dormir y lo único que alcanzo es una especie de sopor en el que los duros momentos de mi infancia se repiten una y otra vez en forma de pesadilla.
Tengo ocho años y estoy con mi padre que, en medio de la muchedumbre, con el rostro encendido y los ojos brillantes, espera ante el Palacio de Invierno, a que los cabecillas que los han congregado allí sean escuchados por el Zar. De pronto, sin motivo aparente, el caos se desata. Suenan disparos y se desencadena el pánico. Todos gritan, todos corren despavoridos. Algunos caen. Mi padre, que me lleva de la mano, me arrastra en su caída y todo lo que puedo ver es su rostro ensangrentado.
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Imagen de OpenClipart-Vectors en Pixabay
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