Su peor enemigo

 


Eran tiempos convulsos en la empresa donde yo trabajaba. Un cambio de accionistas había provocado el derrumbe de la estructura organizativa con entradas y salidas de directivos y modificación de funciones. Yo no sé si puedo considerar que tuve buena suerte por haber podido mantenerme en mi puesto. Pasé de depender de uno de los mejores directores a caer en manos de un aprendiz. Ambos nos conocíamos desde hacía años y la nuestra era una relación discreta pero cordial. Pablo, que así se llamaba mi recién adjudicado jefe, era de los que nunca se olvidan de dar los buenos días ni de preguntar cómo estás para seguir su camino sin escuchar la respuesta.

Al día siguiente de comunicar al personal su nombramiento como Director Financiero, lo vimos aparecer trajeado y repeinado. Parecía listo para acudir a un bautizo. Ese cambio no pasó desapercibido. Estábamos acostumbrados a verlo con camiseta, pantalones tejanos y unas deportivas, eso sí, de una marca de lujo. Solía lucir con desenfado un estudiado desaliño y se rumoreaba que pasaba tanto tiempo ante el espejo que podía superar a la más presumida de las mujeres. Con todo, es justo reconocer que tenía buena planta, ni muy alto ni muy bajo y con un peso controlado a base de intercambiar almuerzos por clases de spinning.

No hubo más remedio que adaptarse a los nuevos tiempos y a un modo de trabajar muy diferente. Pablo era una persona que necesitaba comprobar una y otra vez que el resultado de cualquier tarea era correcto. Solía hacer la misma pregunta a dos o tres personas para después comparar las respuestas. Una vez al mes se presentaban los estados financieros al consejo y ese era un momento crítico. Prepararlos se convertía en una labor titánica e interminable porque nuestro nuevo jefe precisaba de varias versiones antes de darse por satisfecho. Por eso, a menudo, las jornadas laborales se prolongaban hasta la medianoche.

Su trato ya de por sí frío se vio alterado por las exigencias del puesto para el que muchos opinaban no estaba preparado. Adoptó un aire autoritario que a todos nos cogió desprevenidos. Cada vez era más frecuente oírle alzar la voz y, a continuación, ver salir de su despacho a alguno de sus colaboradores con gesto de disgusto.

Su manía de querer comprobar una y otra vez las tareas le restaba eficiencia. A la larga, se convirtió en su peor enemigo ya que retrocedió en el escalafón todos los pasos que había avanzado.

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