El maletín

 


Calzando unos zapatos de tacón, sacados a escondidas del armario de su madre y en los que a duras penas se veían sus pies, Judit salía a pasear por el jardín haciendo bailar sus trenzas. Colgado de un brazo, llevaba un bolso más grande que ella, mientras decía:

—Estoy esperando a mi novio que no viene. Pues si no viene, que no venga. Peor para él.

Su madre, que la observaba de lejos, sonreía divertida.

Una mañana, cuando tenía poco más de tres años, la niña salió de la casa a hurtadillas para visitar los gatos de una de las vecinas. Los "mius" como decía ella. Pensó que nadie se habría dado cuenta. El barrio en que vivían era tranquilo. No era raro ver a los niños pasear solos; todos los vecinos se conocían y, en esa época, los vehículos que transitaban por allí eran escasos.

Regresaba ya de su aventura cuando tropezó y estuvo a punto de caerse. Enseguida quiso saber qué era lo que se había atrevido a interrumpir su marcha. A sus pies un maletín gris lustroso, del que sobresalían unos papelitos de colores que ella creyó que eran cromos, parecía esperar a que alguien se lo llevara. A Judit le picó la curiosidad. Quería abrirlo, pero no sabía cómo. Le estuvo dando vueltas y presionando todos los botones que vio, hasta que sonó un "clic" dejando a la vista varias filas con montones de billetes de distintos colores. Mirándolos bien, le recordaron a esos "papeles" que su madre a veces llevaba en el monedero y entregaba a la tendera cuando iban a comprar.

Una ráfaga de viento hizo volar uno de los billetes y a Judit le gustó ver como el aire lo hacía rodar por toda la calle.

—¡Qué divertido! —pensó—. ¡Pueden volar!

No tardó en coger un billete y lanzarlo al viento. Después otro y, luego, varios más.

Estaba tan embobada que no se dio cuenta de la gente que se iba arremolinando a su alrededor. Alguien, no se sabe quién, quizás la madre de la niña que había salido a buscarla, avisó a la policía. Con la llegada del coche patrulla se acabó la diversión. Poco a poco el tumulto se fue deshaciendo. Los agentes recogieron el maletín y los billetes todavía esparcidos por el suelo, mientras Judit les gritaba:

—¡Ey! ¡Sois unos ladrones, el maletín es mío! ¡Que me lo he encontrado yo!

Uno de los policías se dirigió a la niña:

—¡Hola, guapa! ¿Cómo te llamas?

—No te conozco. No puedo hablar contigo

—No tengas miedo. Soy policía, ¿ves? —dijo mostrando su placa—. Solo quiero ayudarte. Dime, ¿dónde te has encontrado este maletín?

—Me llamo Judit y el maletín es mío porque me lo he encontrado —insistió la niña.

—Ya veo... Y ¿dónde estaba?

—Yo qué sé, pues allí, en la calle.

—¿No lo has sacado de tu casa?

—¡Que no! ¡Que te digo que estaba en la calle!

—Mira, Judit, seguramente alguien lo ha perdido. Dentro hay mucho dinero. Me lo tendré que llevar para devolvérselo a su dueño.

—¡¡¡No!!! Es mío y de nadie más. ¡Mamá!

Y la pequeña rompió a llorar, mirando a su madre que corría hacia ella y la abrazaba.

—Judit, creo que tendrás que hacer caso al policía.

La niña, refunfuñando, dejó que el agente se llevara en maletín.

Al cabo de unos días, cuando todo parecía olvidado, Judit paseaba de nuevo por el jardín. Iba hablando y gesticulando con las manos como quien explica una historia a un amigo:

—Los mayores son un rollo. Porque, mira, ayer me encontré un maletín muy chulo y yo lo quería para jugar y vino un poli tonto y se lo llevó. Si te encuentras algo que te guste en la calle, no lo cojas porque seguro que el poli tonto te lo quita. Que yo lo sé.

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Foto de Pixabay

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