El dedo índice

  




Fede se despierta con las manos doloridas. "Creo que ayer me excedí con la jardinería", murmura para sí. Y una voz interior añade; "eso y los achaques de la edad". Piensa en las horas pasadas el día anterior cuidando del césped, de las flores y los árboles de su jardín que tiene hasta un estanque con peces y nenúfares. Su mirada se dirige al dedo índice de su mano derecha mientras se lo frota con suavidad. Una sonrisa indecisa se abre paso en su cara y Fede vuelve a ser niño.

A pesar de la lejanía en el tiempo, es difícil olvidar ese día. Era muy pequeño y lo que rememora es una mezcla de lo que recuerda y de lo que oyó contar a sus padres en varias ocasiones.

En una tarde primaveral, como otras muchas, sin nada que la hiciera diferente, los tres hermanos jugaban en el jardín de la casa. La niñera los vigilaba de lejos mientras tendía la ropa. Fede, que tenía poco más de dos años, contemplaba hipnotizado el subir y bajar del balancín donde su hermana mayor y su mellizo se mecían soltando grandes risas. ¿Cómo se producía ese movimiento mágico que parecía no tener fin? No lo sabía. Habría que averiguarlo. Con paso ligero, se acercó al artilugio misterioso. Demasiado. Y, antes de que nadie pudiera detenerlo, introdujo el dedo índice de su mano derecha en el peor sitio: el gozne de la palanca.

No le ha quedado recuerdo del dolor que debió sentir. Solo sabe que entró en la casa corriendo en busca de su madre. Con la mano ensangrentada y el dedo índice pendiendo de un hilo, gritaba una y otra vez:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Está roto! ¡Está roto!

Margarita, que estaba acostumbrada a las irrupciones de sus hijos, siguió cocinando como si nada. Sin embargo, su sexto sentido le hizo levantar la cabeza y, cuando vio al niño, lanzó un grito silencioso.

—Tranquilo, Fede. Mamá te curará —le dijo, fingiendo una calma que era de todo menos real.

Abrazó al pequeño y corrió al botiquín para curarlo. No sabía qué hacer, pero estaba claro que tenía que detener la hemorragia como fuese. Ese cuerpo tan pequeño no podía contener mucha sangre, había que darse prisa. Así es que limpió y desinfectó la herida, le envolvió la mano con gasas y, con una mirada que no admitía réplica, le dijo:

—Fede, vas a ser muy valiente y vas a mantener la manita levantada, así. No la bajes para nada. ¿Me oyes?

Entonces llegó el llanto y las miradas asustadas de los hermanos que, a la vista de la sangre, no se atrevían a acercarse, como si lo de Fede fuera contagioso.

Era imprescindible que lo viera un médico con urgencia. Emilio sabría dónde localizarlo. Corrió al teléfono del pasillo y activó la manivela con tanta fuerza que faltó poco para que saliera volando. Esperaba que el aparato no fallara esta vez y que pudiera localizar a su esposo sin tardanza. Cuando por fin escuchó su voz, respiró con cierto alivio, aunque la carrera contrarreloj no había hecho más que empezar.

En menos de diez minutos, que a Margarita le parecieron horas, llegó Emilio con el médico. La cura que quería adoptar el doctor era decepcionante. Les dijo que sanearía la herida y acabaría de cortar el dedo para dejarlo convertido en un muñón. Margarita y Emilio no quisieron oír más. No se rendirían hasta explorar todas las opciones posibles. Llevarían a Fede al hospital comarcal con la esperanza de encontrar mejores respuestas.

El tiempo se les escurría entre los dedos, pero, en el fondo, se sabían afortunados. Además de un buen empleo y una casa preciosa, la familia disponía de uno de los pocos coches a gasógeno que circulaban en esa época de posguerra y, por tanto, de escasez y penurias. El automóvil, como si entendiera la urgencia, arrancó a la primera y llegaron al centro médico en pocos minutos.

En seguida les atendió el doctor Sans, un conocido y experimentado cirujano, que fue muy amable y su diagnóstico esperanzador. Les confirmó que el índice casi amputado seguía teniendo riego sanguíneo y que eso era una muy buena noticia. Haría lo imposible para salvar el dedo.

No eran conscientes del tiempo transcurrido, pero cuando el doctor, por fin, salió del quirófano sentían su cuerpo como el de un corredor tras una maratón.

—Todo ha ido bien —les dijo con una sonrisa—. Ahora, habrá que esperar para ver cómo cicatriza la herida y si el dedo recupera la movilidad. Confío en que así sea.

La operación no solo fue un éxito, sino que fue pionera en la técnica quirúrgica de reimplantación de un miembro amputado; algo que hoy en día nos parece habitual. Lástima que el Doctor Sans no viviera lo suficiente para ver a Fede convertido en adulto y con una mano que solo se diferenciaba de la otra por tener el dedo índice un poco más corto.

Una lágrima resbala por la mejilla de Fede que no puede evitar emocionarse al pensar en ese día y, como suele hacer cuando lo recuerda, susurra:

—Gracias, mamá; gracias, papá, por haber hecho que me reconstruyeran el dedo índice.

Dedicado a mi hermano Paco.

Basado en hechos reales. 

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Imagen de Macrovector /Freepik


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