Mi tía Sara
Te envolvía con la profundidad de sus ojos color miel. Su sonrisa, siempre cercana, te atrapaba como si fuera un imán y ya no podías escapar a su encanto natural. Ni que decir tiene que era una de mis tías favoritas. Porque, sí, lo confieso, sentía predilección por lo menos por dos. Mi tía Sara, hermana de mi madre, era una de ellas.
De mirada dulce y carácter más enérgico del que aparentaba, no tenía inconveniente en hablar y fumar como "un carretero". Mis hermanos y yo nos partíamos de risa, ya que en casa estaba prohibidísimo decir palabras malsonantes y se consideraba inapropiado que fumaran las mujeres.
Como era habitual en esa época, se casó siendo muy joven con un marino, pocos años después del fin de la guerra civil española. Todos le auguraron una unión muy feliz. Sin embargo, el destino le tenía preparado un matrimonio muy breve.
Poco después de cumplir veinte años, cuando esperaba con ilusión el nacimiento de su primer hijo, le llegó la noticia: el submarino de la Armada española en el que había embarcado su esposo para cubrir la baja de un tripulante enfermo acababa de sufrir un fatal accidente. Fue el veintisiete de julio de 1946, mientras realizaban unas maniobras en aguas de Mallorca. Nunca se pudieron recuperar los restos de la nave ni los cuerpos de los cuarenta y cuatro tripulantes. Según dicen, aún permanecen en el fondo del mar a una profundidad de mil trescientos metros.
A la desesperación de no poder dar sepultura a su esposo, se unió el dolor de la certeza de que su hijo -ella no sabía que sería una niña- no tendría padre. Con el corazón roto, pero con el apoyo de toda la familia, mi tía siguió adelante con su vida.
El primer recuerdo que tengo de mi tía es de cuando, diez años después, volvió a casarse. Su segundo marido era viudo y tenía tres hijos. Yo era muy pequeña, debía rondar los seis años, y un inoportuno sarampión me impidió asistir a su boda. Pero, ese mismo día, después de la ceremonia, lo primero que hicieron es venir a visitarme. Cuando los vi entrar a mi habitación, ataviados con sus trajes nupciales, creí estar bajo los efectos de la fiebre. Pero sí, era real. Poco me faltó para dar brincos en la cama. Nunca olvidaré ese día.
Su matrimonio culminó con la llegada de otra hija. Conformaban una familia poco común y les encantaba bromear sobre ello. No era raro oírles decir: "oye, que tus hijos, los míos y los nuestros se pelean". Sin embargo, he visto pocas familias tan bien avenidas como esta.
Una de las últimas cosas que recuerdo de mi tía sucedió un día en el que coincidimos en un funeral. Al salir de la capilla, ya con ochenta y tres años, corrió a encender un cigarrillo. A mí se me ocurrió decirle:
—Tía Sara, no deberías fumar tanto.
Su respuesta me hizo soltar una carcajada:
—¡Calla, tonta!
Imagen de Pixabay
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