Destino

 




El sonido de la selva le acuna y le inquieta a partes iguales. Diez años hace ya desde que se incorporó al frente setenta y ocho de las FARC en el Chocó y todavía no ha conseguido conciliar un sueño tranquilo. Al caer la noche, se inicia una sinfonía en la que confluyen el rugido de un jaguar, el aullido de los infinitos monos que pueblan los árboles o el graznido de los tucanes. Las mosquiteras se hacen imprescindibles en un clima en el que los "zancudos" abundan, con el riesgo de contraer la malaria o la fiebre amarilla.

José Camilo no lo dice, pero desde que el comandante de su sección les informó del inicio de las negociaciones de paz con el Gobierno colombiano, sueña con reunirse con sus padres y sus dos hermanos menores, a los que teme no reconocer. Una sombra cubre su mirada cuando recuerda el día en que las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) irrumpieron en su casa. Los acusaron de colaborar con la guerrilla y los obligaron a abandonar sus tierras. Tuvieron suerte. Se convirtieron en desplazados, pero siguieron vivos. José Camilo no lo dudó: estaba dispuesto a luchar por el pueblo. Sabía dónde acudir para alistarse y así lo hizo. A los pocos días de su incorporación a la guerrilla, le entregaron un fusil AK-47s que lo acompañaría siempre como una parte más de su cuerpo. Tenía catorce años.

Cuando siente el peso de la mirada del camarada Wilson, finge que los goterones que ruedan por sus mejillas se deben al calor pegajoso de la selva y despeja su rostro con la palma de la mano.

¿Qué pasó? ¿Qué es lo que no le deja pegar ojo? Mire que mañana nos toca caminar harto y va a necesitar toda su energía —le dice.

El joven no responde y se remueve en su hamaca. Trata de imaginar cómo será el momento del reencuentro con los suyos. Es imposible que pueda adivinar que, en realidad, ese reencuentro nunca tendrá lugar.

El día en que los veinte hombres que forman el destacamento emprenden la partida, una espesa niebla lo cubre todo. José Camilo, que encabeza la marcha junto a Wilson, siente su uniforme pegado al cuerpo, pero no le importa. Piensa que cada paso que da lo acerca más a las personas que más añora. Tienen ante sí un recorrido de casi veinte kilómetros; la mayor parte con una vegetación tan tupida que les obligará a abrirse paso con un machete. Además de su fusil, los guerrilleros cargan sobre los hombros sus hamacas y un petate con las pocas cosas que han ido acumulando. Su destino es la población de Riosucio, a las orillas del río Atrato. A un par de kilómetros antes de llegar al pueblo, está la zona veredal donde deberán depositar las armas.

Avanzan en silencio, concentrados en el camino, con los rostros contraídos. Dudan. Quieren cambiar de vida, pero dudan. Les inquieta no saber cómo será el proceso que está a punto de comenzar.

La niebla ha ido menguando para dar paso a una lluvia fina y persistente. Llevan tres horas de camino. Sus pisadas dejan profundas huellas tras de sí, pero ya no les preocupa. Ya no. Se acercan a un claro. Están tan inmersos en sus pensamientos que no se dan cuenta. La explosión de una mina olvidada retumba en la selva.

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Imagen tomada de Internet


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