Sanación

 


Levanta unos milímetros la cortina, lo suficiente para ver sin ser visto cómo anda la cosa en el patio de butacas, y mueve la cabeza de un lado a otro con gesto de preocupación porque ve muchos asientos vacíos. Demasiados, a pesar de que sabe que todavía faltan veinte minutos para que se abra el telón y que a la gente le encanta llegar con el tiempo justo.

Aunque ha repasado el monólogo hasta la saciedad, hay algo que le chirría y no acaba de saber qué es. Esta mañana, cuando se lo ha leído a su mujer por enésima vez, ella no ha esbozado ni una leve sonrisa justo en ese fragmento que tendría que haberle hecho reír a carcajadas. No importa que ella le haya asegurado que era porque ya lo tenía muy oído y había perdido el factor sorpresa. Da vueltas en el pequeño espacio que usa como camerino; se mira en el espejo para comprobar su maquillaje y le pide a la esteticista que se lo retoque porque, según él, le ha colocado demasiado rubor en las mejillas.

Vuelve al escenario y lanza un suspiro de alivio al verificar que poco a poco el teatro se ha ido llenando. Ve un montón de caras desconocidas y eso le tranquiliza. Siempre es más fácil actuar ante rostros anónimos. De pronto, de entre todos esos semblantes, surge uno que le hace dar un respingo.

No, no puede ser. Esos ojos de mirada punzante y esa melena rizada le traen un montón de recuerdos que creía perdidos en el olvido. Siente como la respiración, el pulso, los latidos y todo su ser se aceleran. Vuelve a mirar. Duda. Duda porque el cabello de la mujer ya no es negro, ahora está repleto de mechones grises.

Ya no piensa en si va a conseguir hacer reír a su público. En cambio, las imágenes desfilan por su cabeza, casi como si se tratara de una película. Y la pesadilla se repite. Vuelve a tener siete años; está encerrado en el cuarto de los trastos viejos solo, a oscuras; llora, pero nadie responde a sus súplicas. De nuevo resuenan los gritos de esa mujer que le repite que es un inútil y que no es bueno para nada. Le duele el estómago porque está castigado sin cenar, otra vez. Pero no siente la falta de su madre, ya que nunca la ha tenido.

La vista se le nubla y pierde la noción del tiempo y del espacio hasta que alguien tira de él.

—Venga, Mario. Que te quedan siete minutos para salir.

Inspira y espira profundamente varias veces. Abandona el escenario, no sin antes dar una última ojeada para buscarla, pero ya no la ve.

A los pocos minutos, con puntualidad, Mario salta a escena con la piel erizada. Sin embargo, la calidez de los aplausos que lo reciben le serenan el alma. Ese día no resonarán risas en el teatro, en su lugar mares de emociones y de lágrimas bañarán los ojos de los asistentes.

Imagen generada con IA

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