Misterio

 


No falla. Es miércoles y son las siete de la tarde. Por mucho que lo llamo y lo tiento con sus galletas favoritas, no se digna contestarme. Ya me tiene harto. Y es que la escenita se repite todas las semanas sin faltar una. Lo busco por toda la casa; por mirar, miro incluso en el garaje y debajo del coche, hasta que me aburro y pienso que cuando tenga hambre aparecerá por algún lado. No me queda más remedio que relajarme, porque, hasta que no oiga las nueve campanadas en la torre de la iglesia, no va a aparecer.

Pero hoy, he llegado al límite de mi resistencia. Se acabó. Si lo que pretende es llamar la atención, lo tiene claro. Yo ni caso, ya se cansará. Pero luego llega mi mujer y la muy boba se preocupa y casi que se pone a llorar. Bueno, eso solo lo hizo el primer día; ahora ya se va acostumbrando a estas ausencias.

—Vamos a tener que llevarlo al psicólogo —me dice, como si se estuviera acabando el mundo.

—¡Lo que faltaba! —dejo ir, casi entre dientes—. Pero, mujer, si debe estar ligando por ahí. Se habrá enamorado de alguna.

—¡Enamorado! Supongo que no lo dirás en serio, ¿verdad? Es culpa tuya, que tienes la manía de dejar la puerta del patio abierta.

Al final prefiero callarme, porque si no, aún recibiré un chorreo de reproches.

Se ha hecho largo, pero al fin suenan las dichosas nueve campanadas, y cuando todavía resuena la última, lo vemos aparecer con cara de inocente como si no hubiera hecho una trastada en su vida.

Tengo que descubrir dónde se mete, el próximo miércoles, lo atraparé. Me camuflaré como pueda, me pondré la colonia que se dejó mi suegra la última vez que estuvo en casa y lo seguiré.

Se ha hecho interminable, pero ya ha llegado el día. Le he dicho a mi jefe que tenía que ir al médico y he salido prontito para pillarlo antes de que se hubiera largado. Y aquí estoy, metido en el cuarto de las escobas con la bata que usa Lurdes cuando viene a limpiar y el perfume (o debería decir el pesticida) de mi suegra para despistarle. A la siete en punto lo veo salir disparado y tengo que darme prisa para no perderlo. Como sospechaba mi mujer, se va por la puerta de la cocina, se mete entre los cipreses del jardín, da un salto y se cuela en la casa de la vecina. Vaya desparpajo, el tío va directo a la puerta trasera y desaparece de mi vista. Dudo si seguir sus pasos, pero temo que me descubra la vecina y que quede como un gilipollas. Me decido por el plan “b” que se me acaba de ocurrir y que tampoco es muy original. A toda prisa, me quito la bata de Lurdes y, aunque sigo apestando a pachulí, me planto en casa de la vecina.

No reconozco a la mujer que me abre la puerta y me siento tan idiota que no sé qué decir. Al ver mi mutismo, la señora, que rondará los ochenta, está a punto de cerrar la puerta en mis narices. Rápidamente me rehago, imagino que es la madre o suegra de la mujer que esperaba encontrar y digo:

—Disculpe, soy el vecino de al lado y estoy buscando a Moby. —Ante la cara de estupefacción de la mujer, añado—: se trata de mi perro, un cachorro de golden retriever. Creo que se ha colado en su casa.

La mujer se relaja y abre la puerta:

—Así que el animalito que se nos cuela todos los miércoles es su perro. ¿Sabe? Es el día que cuido de mi nieto y me traigo a Iris. Ya ve, no es al único al que le gusta jugar con ella. Pase, pase y véalo usted mismo.

Me quedo con cara de idiota cuando veo a un niño de dos años entusiasmado corriendo y saltando detrás de Moby y de una preciosa gata persa. He desentrañado el misterio, sí, pero no sé por qué, he sentido una punzada de celos.



Imágenes generadas con IA


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